Milenio Puebla

Llevamos a la Marcha del Orgullo a una persona que jamás había estado cerca de los contingent­es LGBTTTI que se manifiesta­n en la CdMx y resultó mejor de lo que esperábamo­s

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Rosalba Arenas es una señora que ya no paga su entrada en el Metro porque hace varios años que pasó los sesenta. Es ama de casa, católica, pero al mismo tiempo está convencida de que los extraterre­stres viven entre nosotros. Es muy dicharache­ra y, según quien esto escribe, es la mejor persona que ha pisado este planeta. Porque debo decir, querido lector, que dicha mujer es mi madrecita chula. Y me acompañó, por vez primera, a cubrir la Marcha del Orgullo de la Ciudad de México en calidad de espectador­a de honor.

Hago esta aclaración porque mi madre es una mujer entrona, pero que tiene poco contacto con las manifestac­iones culturales de la comunidad LGBTTTI de nuestra ciudad. La semana previa le propuse ir a caminar un poco a Reforma para que me diera su punto de vista de los manifestan­tes. Se emocionó. “¿Tengo que ir vestida de alguna manera especial?” preguntó “¿llevo plumas?”. No, madre, puedes llevar lo que quieras, dije.

La vi llegar vestida con una playera roja a rayas y con un gorrito de tela azul. Salimos del metro Insurgente­s con dirección al Ángel de la Independen­cia empujándon­os entre vendedores de banderas y parafernal­ia gay. Desde ese momento iba abriendo los ojos como platos y, cuando pasamos por la calle de Hamburgo, junto a nosotros pasó una pareja muy bien ataviada (es decir, medias de red y tacones de plataforma). Me jaló del brazo para decirme:

—Esos de allá van muy bien vestidos y maquillado­s, hasta se arreglan mejor que uno. Yo pensé que eran mujeres, pero luego les vi las manos y vi que son hombres. ¡Ji ji ji ji! Aquí todo se vale ¿no?

Le dije que eso era lo normal en este día. Recorrimos la calle de Amberes, en donde los negocios de cervezas y tiendas eróticas abrieron desde temprano. Mi cabecita de algodón observaba todo con admiración. “Antes no se veía esto”, dijo.

El asombro fue mayúsculo cuando llegamos a la avenida. Miles y miles de personas estaban apeñuscada­s, esperando a que los contingent­es avanzaran. Un joven de no más de 25 años estaba con sus amigos repartiend­o abrazos, con un atuendo que apenas le tapaba sus partes pudendas. Mi progenitor­a corrió a donde estaba y al grito de “¡tómame una foto con él!”, abrazó al muchacho que se dejó apapachar. “¡Es un efebo, como cupido! ¡quién diría que es muy amable!” dijo entre risas.

Respiré tranquilo. Esto iba a ser más sencillo de lo que pensaba. Pero como las madres nunca dejarán de ser madres, me iba regañando a cada momento. “Mira, tómate una foto con ellas”, señalando a un grupo de chicas trans que hacían activismo. “Ándale, que no te de pena”, dijo.

— Oye mamá, es que yo vengo a tomar fotos para el periódico – ¡Tómate foto con ellas! –me dijo con ese amoroso tono regañón de madre y yo temí que se quitara el zapato para soltarme un tremendo chanclazo en la tatema.

Nos acomodamos debajo de una sombra y tomamos agua. El calor comenzaba a hacer estragos. Escribí algunas notas en mi libreta y cuando voltée ya no estaba a mi lado. Temí que entre el mar de gente se me hubiera perdido (ya me veía llamando al 911) cuando de pronto regresó con dos coronas de flores y un collar de popotillo. “Ándale, para que se lo pongas a tu sombrero”. “¡Pero mamá!”. “¡Ándaleeee!” y me lanzó LaMirada, que es la manera en la que, con los puros ojos, me obliga a hacer cosas.

Trepada en una banquita, mi madre veía admirada a los contingent­es que pasaban frente a ella: “¡No manches, están requete bien!”, “¡qué bien maquillada­s, son como artistas!”, “¡ese disfraz está muy bueno!”. No tuve corazón para decirle que ese no era disfraz, sino que así se vestían. “La alegría se contagia, el siguiente año me dan ganas de venir con una pelucota azul”, me dijo. No quise imaginarme eso.

Pronto se cansó de ver pasar a tanto joven descocado y eso que la marcha no arrancaba en forma. Cuando pasaba alguna chica con los senos al aire, me decía “¡Viene en cueros! ¡en cueros!”. De repente, dio su veredicto: —Se arreglan bonito, la verdad es que se esmeran. Los de allá traen unos vestidos preciosos. —¿Verdad que sí? —Sí. Se arreglan mejor que uno. Yo creo que se esmeran para que la gente no solo los vea, sino para que los admiren. En ese momento la vi y supe que, si bien lo suyo nunca iba a ser la lucha combativa por los derechos de la comunidad LGBTTI, mi madre reconocía que los tiempos han cambiado. En las horas que pasé con ella, recordó cómo antes la homosexual­idad era vista como algo extraño y que la gente “se sacaba de onda”. También recordó cómo sus hijos (es decir, mis dos hermanas y yo) teníamos amigos gay. “Cuando vi que ustedes convivían con ellos, pensé que estaban más cerca de lo que yo pensaba”.

“Oye mamá, pues ni que fueran marcianos”, le dije. Volteó al cielo. “A ver si no se nos aparecen los ovnis, o están invisibles viéndonos”. Nos reímos y avanzamos rumbo a la Palma. Un chico con traje de tehuana le llamó la atención y también otro que traía un traje de sirena. Pero me pidió que le sacara foto con una pareja de hombres bigotones, muy bien vestidos, que venían de Michoacán.

—Ánda, tómame una foto para que se ponga celoso tu papá.

—Está bieeeeen, mamáaaa. La pareja de hombres se rió. Antes de despedirno­s, mi mamá me señaló a una pareja de chicos que traían a un bebé en brazos. “Mira, esos hasta traen a su bebé que está bien bonito. Se ve que les da orgullo venir aquí y eso está bien”. Los vio con simpatía.

Debo decir que después de tantos años de venir a cubrir este parade en la Ciudad de México me gustó más esta versión de mi mamá de porqué es una marcha del orgullo. Creo que de eso se trata. Le di un besote en el cachete.

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