La barbarie de todos los días
Los mexicanos debemos tramitar, a diario, un muy forzado proceso de adaptación al terror: afrontamos no sólo los embates de la injusticia generalizada sino que tenemos que acomodarnos a la realidad de las atrocidades que acontecen todo el tiempo, en todos lados y, peor aún, de manera creciente: el asesinato de un nene de dos años en una carretera de Puebla, la salvajería acontecida en una prisión de Acapulco, las ejecuciones, los linchamientos de personas inocentes debidos a la espeluznante furia popular, los ajustes de cuentas, los cadáveres mutilados… La lista de horrores es no sólo interminable sino que se acrecienta constantemente en una suerte de maligna espiral.
Nos podemos preguntar, como lo hacía Juan Pablo Becerra-Acosta en la columna que publicó ayer en este diario, si los mexicanos llevamos en el organismo un gen que nos predispone automáticamente al ejercicio de la más extrema crueldad. Pero, el espanto no es una prerrogativa nuestra: no puede haber enigma más grande sobre las insondables profundidades de la naturaleza humana que la circunstancia de esos oficiales nazis que disfrutaban cuartetos de Schubert o Beethoven — ejecutados por músicos judíos a quienes se les había concedido un muy relativo trato de favor precisamente porque podían tocar todavía el violín, la viola o el violoncelo— en un campo de exterminio. ¿La buena música amansa a las fieras, transforma los espíritus, enriquece el alma y nos vuelve más sensibles?
Pues, no lo podemos afirmar, a estas alturas todavía. La absoluta crueldad de los genocidas, por el contrario, está debidamente establecida. Y esos encargados de mantener cautivas a miles de personas para luego aniquilarlas no eran guerreros aztecas sino alemanes herederos de Goethe, de Brahms y de Kant. Hoy, sin embargo, el proceso civilizatorio los ha hecho mejores a todos ellos, a los franceses, los germanos y los británicos.
A nosotros, los mexicanos, nos falta todavía un buen trecho por recorrer…