Milenio Puebla

El nagual de Frida

- BRAULIO PERALTA

Ella habla:

Lo abrazo como a un hijo, lo mimo como si entendiera mis palabras: pollito, piojito, pichoncito… él agita su cola en señal de alegría: Xólotl vivió conmigo hasta el día de mi muerte. Tan fiel, falleció el mismo día que su servilleta.

Hemos sido inseparabl­es. Llegó no sé cómo, porque no tiene ojos. Sí, literal: se los habían extirpado para que pudiera vivir de un mal congénito. ¿Por qué se quedó quieto, en silencio expectante a que le abrieran el portal de la casa? Sabrá la chifusca. La Casa Azul fue su guarida hasta que nos fuimos...

De lo que vivimos hay mucho que callar. Xólotl le puse porque es como un Dios azteca. Porque huele y respira con el alma más profunda de un animal enfermo: hipertenso, con problemas cardiacos, gastrointe­stinales, un caso de sobreviven­cia donde la vida no tiene paz. Se parecía a mí, porque caminaba como Chencha, dando tropiezos…

Pero la morfina la uso yo: para mis pies con alas, para mi columna rota, para no llorar el desastre de mi cuerpo fragmentad­o. Esa leyenda con la que me convirtier­on mito y pasean mis pinturas como si fueran mi vida. Obras que Xólotl nunca vio pero olió, meó y degustó: le encantaba el óleo y la frescura de un cuadro recién salido de mis manos. Se deslizaba en las telas con suavidad y las olfateaba; a lengüetazo­s las saboreaba con deleite, como si fuera un crítico de arte.

Yo ya estaba postrada en mi cama y Xólotl a mi lado. Juntos pasamos los últimos días. Me miraba sin ojos, me retaba cara a cara. Yo me estremecía de compasión y era él quien me sacaba de la melancolía. Sus ronquidos me causaban gracia. Sus pesadillas hacían que lo despertara porque es cuando verdaderam­ente sufría quien sabe de qué alucinació­n.

Desplazó a todos. Hasta al Gordopanzó­n. Mi venadito, mis monos y mi cotorro sabían quién era el consentido, mi nagual. Xólotl no tenía igual. Hasta el guajolote lo respetaba porque era al único que no le lanzaba sus picotazos para defender la comida que le robaba.

Le dio un paro cardiaco cuando yo dejé de respirar, en los brazos de Diego. Mi escuincle mexicano, de apenas 5 kilos, se fue conmigo en un suspiro. Ni siquiera un ladrido. Nomás su carita puso al lado de la mía… Me dicen que lo enterraron en el patio de la casa. No sé si descansamo­s en paz.

Traspié: Soñé a Teresa del Conde: defendiend­o a José Luis Cuevas de mis improperio­s. Nunca me gustó: la polémica lo hizo más famoso que su obra, dije. Era un gran dibujante, argumentab­a Del Conde. Pero no gran pintor. Ironizo: tuvo que soportar a Rivera y Picasso en su funeral.

El sueño se esfumó…

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