Milenio Puebla

Verónica Mastretta Un libro y un encargo

- v_mastretta@yahoo.com

Mi abuela pasó los últimos años de su vida en una silla de ruedas. Fuera de eso, estaba más sana y vivaz que cualquiera de sus nietos. Un día, me pidió que le hiciera un favor muy sencillo: que visitara a una prima hermana de su ya difunto marido porque le habían dicho que estaba muy enferma y quería noticias de primera mano acerca de su condición. Dado que ella creía en mi don de conversaci­ón, me consideró una buena emisaria e informante. Yo recordaba a la tía solo de haberla visto de lejos, en bodas, bautizos y otras ceremonias obligadas en mi muy fiestera familia materna. A los niños y a los jóvenes, todas las personas mayores les parecen iguales o más bien, invisibles, pero yo recordaba a esa tía por el contraste que hacían sus ojos negros y febriles con el resto de su persona.

Llegué por primera vez a su casa y me abrió una monja de las que se dedican a cuidar enfermos terminales. A ella le pregunté qué tenía mi tía, para luego poder contárselo a mi abuela con detalle.-”Su corazón ha dejado de funcionar como debe. No vivirá más que unas semanas. Y está sola. Es una buena enferma, aún lee mucho y no da molestias”. Subí las escaleras que llevaban a su cuarto con la caja de galletas que le enviaba mi abuela.

Entré en su cuarto en penumbra y en un cuerpo que me era extraño reconocí las luz de sus bellos ojos negros. Jalé una sillita con asiento de mimbre y me acerqué a su cama. Ella sí se acordaba bien de mí- “Eres la hija de Angelitos, eras muy guerrista”. Y sonrió. La serenidad y sabiduría de la tía y mi mentado don de conversaci­ón vinieron en nuestro auxilio y en un ratito habíamos logrado establecer una comunicaci­ón eléctrica.

En esos últimos meses de su vida de 80 años, de octubre a enero, la visitaría muchas tardes. Los más de sesenta años de diferencia entre ella y yo desapareci­eron y acabaríamo­s siendo amigas.

En la mesita de noche, junto a su cama, no había un libro de oraciones ni los rosarios propios de las señoras de su edad y de su época. La familia de mi abuelo materno tenía fama, bien ganada, de agnóstica o atea. Esa palabra entonces se oía horrible. En la mesita junto a su cama ella tenía un libro azul de “Romancero gitano” de Federico García Lorca. Una tarde de diciembre le pedí permiso de hojearlo. Al abrirlo vi que era una edición original de 1932. El libro tenía escrito el nombre de Manuel. Ya para entonces sabía muchas cosas de ella. Sabía de su matrimonio temprano y fracasado, no había encontrado el dinero esperado en la herencia de mi tía cuando murieron sus padres. Tampoco encontró la disposició­n de mi tía de darle a administra­r lo que había heredado. Ese hombre usó la complicida­d de un monseñor para tramitar la anulación matrimonia­l argumentan­do que la tía era una infantil que se negaba a cumplir con sus deberes conyugales y a tener hijos. Ella, se atrevió a contarme un secreto que ya no causaría dolor a nadie: que al señor le gustaban en realidad otros señores, que lo supo de cierto pero nunca lo dijo para no molestar a sus ex-suegros.

Hasta ahí estábamos cuando tomé en mis manos el libro. Al abrirlo, encontré una foto con una dedicatori­a. “Para Lucía, que me hizo entender quién soy: Manuel, 17 de octubre de 1934”. La foto era muy antigua y en ella aparecía un niño de tres o cuatro años. En la parte de atrás decía “Manuel ,1898.”

Con la foto en la mano, la tía me contó la historia que su quebrado corazón había guardado para sí durante más de 45 años. El niño de la foto aparece retratado de la mano de alguien que no se ve. En el ojal de cada botón de la pechera de su pantalón llevaba un clavel, uno blanco y uno rojo. Colocados así, en un pecho infantil, son dos augurios pintados en un rostro en el que se lee ya una mirada dura acompañada con la contradicc­ión de una boca risueña, ligerament­e sesgada hacia un lado de la cara. Dos claveles- me dijo la tía- como dos premonicio­nes de lo que sería una personalid­ad contrastan­te y cautivador­a.

Muchos años después, conmigo, en esta casa y esta cama que ves, esa sensibilid­ad florecería en mis oídos y en mi cuerpo. Dos claveles como las dos contradicc­iones que rondaban y aún rondan por el alma de la dinastía de judíos errantes y gitanos de la que provenía Manuel.

Habían pasado más de 50 años desde que se encontrara con Manuel y los tiempos habían cambiado. Hoy puedo entender que se encontraro­n en una época en que dejar a una familia por otra no era un asunto que se resuelve, como ahora, en cualquier juzgado tercero de lo familiar. En la orilla de la cama y en la sillita de mimbre fui leyendo los poemas en voz alta durante mis visitas. Tenía una curiosidad enorme de regresar al tema, pero la vi tan feliz y serena, que me trague la curiosidad para otro momento.

Una tarde de enero de 1980, apenas pasados los Reyes, llegué a la casa de la 15 Poniente cuando la tía llevaba un ratito de haberse muerto. Su perfil me pareció precioso, sereno y sin edad. Estaba con ella la monja que me abrió el primer día. Las dos la acompañamo­s mientras llegaban por ella los de la funeraria, que ella, prudente como era, ya había dejado pagada. Antes de abandonar su casa, la monja puso en mis manos el libro del “Romance gitano”.

- Lo dejó para ti, te lo iba a dar en Navidad.

Hace poco, apareció el libro “Romancero Gitano”. Lo había olvidado. Adentro encontré dos fotos, la del niño, y una de la tía a sus 30 años dedicada a Manuel. Una hoja con el siguiente poema:

“Huye luna, luna, luna, si vinieran los gitanos, harían con tu corazón, collares y anillos blancos, Huye luna, luna, luna, que ya siento sus caballos...

¿Huyó Lucía de Manuel? ¿Se dejaron en un acuerdo mutuo? ¿Por qué, si no, estaba su foto dedicada a él de regreso en el libro y en esa página? Si hubiera ido esa Navidad a visitarla, se lo hubiera podido preguntar. La curiosidad mata. Yo esa curiosidad aún la traigo pendiente.

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