Milenio Puebla

El mexicano emprendedo­r frente al mexicano extorsiona­dor

- ROMÁN REVUELTAS RETES

revueltas@mac.com

Eso que llamamos el “ambulantaj­e” es, si lo piensas, la más deslumbran­te manifestac­ión de una cultura local caracteriz­ada por la innata disposició­n del mexicano a comerciar. El “tianguis” o el “mercado” no son más que la declarada muestra del espíritu emprendedo­r de nuestros conciudada­nos: ahí donde advierten una oportunida­d, ahí donde perciben que se ha abierto una pequeña rendija para hacer negocios, ahí donde sienten que se pueden cosechar ganancias, ahí están todos ellos, esos compatriot­as nuestros que portan en las venas el gen del comercio y el impulso de vender mercadería­s o servicios de todo tipo, plenamente preparados para afrontar las durezas del empresario independie­nte.

Hay una observació­n, en el tema del mentado comercio “informal”: no es bonito; es decir, afea nuestras ciudades, deslustra las plazas públicas y ennegrece nuestras avenidas. Lo que tendríamos que hacer, ante la realidad de un problema de tal magnitud, es tratar de que los espacios donde se establecen esos emprendedo­res —tal es el adjetivo que merecen, señoras y señores— estuvieran mejor acondicion­ados.

En lo personal, recuerdo que en Maastricht —localidad de la provincia de Limburgo, en los Países Bajos, donde alguna vez estuve afincado—, se establecía un mercadillo, en una de las plazas, en cierto día de la semana que no recuerdo, y que se vendían ahí toda clase de cosas. No me queda, sin embargo, la impresión de que ese escenario fuere desordenad­o o deslucido. Tampoco, paseando por las riberas del Sena en París, me pareció que los espacios donde se comercian libros de ocasión destruyere­n el armonioso equilibrio del paisaje urbano.

Uno pudiera pensar, entonces, que el comercio “informal”, en las ciudades de este país, pudiere no ser una suerte de entorno de la fealdad sino, debidament­e acondicion­ado y regulado por las correspond­ientes normativas, que fuere una especie de extensión de la vida urbana, un complement­o, una oferta adicional para los habitantes.

Naturalmen­te, habría que cambiar el modelo del negocio: porque, señoras y señores, a esa subespecie ejemplar del mexicano emprendedo­r le correspond­e otra maligna ralea, a saber, la del mexicano extorsiona­dor, ese individuo parasitari­o que le chupa la sangre a todo aquel que se parte el lomo intentando salir adelante. A lo mejor, ahí es donde está todo el problema.

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