Milenio Puebla

Porque no tengo novio, échate cuando menos al Mando y nos dejas al Milo: ni pichas, ni cachas, ni dejas batear, mana, dicen, y se tallan el frijolito cuando pronuncian su nombre, las nalgafácil

Mis amigas me cotorrean

- Neza

Cuando tocaba a la puerta del Milo Greñaloca miré hacia el fondo de la calle. El Sol creaba espejismos. En lo que parecía un espejo de agua se reflejaba la silueta de Mando: fumaba sentado a las puertas de su casa, como siempre, como si no tuviera otra cosa que hacer.

Milo abrió. Tenía una cara de desvelo que no podía con ella. ¿No has dormido? Ja, pus a qué horas: nadie hace la tarea y aquí me tienes, tratando de terminar. Ajá, le dije, te la pasaste viendo porno, es lo que mejor sabes hacer. Te juro que neta que no he terminado, ¿qué trajiste? Dos manzanas. Y resolví las ecuaciones y tengo completo el cuestionar­io de inglés.

—Qué chidito, mi reina. Pásate —dijo—. Mi madre se fue a la clínica. Estoy solo.

—¿Es una insinuació­n? —contesté. Milo tan guapo, con su bigotito apenas amacizando y su barbita de chivo. Inteligent­e. Muy sociable, amiguer, suertudo con las muchachas: las más nalgafácil al menor pretexto se le restregaba­n. Y yo sentía un cierto coraje que me hizo sospechar que me gustaba; pior: que si me las pedía, corriendit­o se las daba.

Con el Mando eran uña y mugre. Desde la primaria. Los dos eran buenos para las matemática­s y el fut. Fueron a la misma secu y en el bachillera­to les tocó el mismo que a mí, el ceceache. Nos veníamos caminando, atravesába­mos el puente de San Juan y chachareáb­amos en el mercado.

Cuando niña mi mamá, muy persignada mi mamá, me mandaba a misa con mis hermanas; de chaperona, decía. Y si ves que andan de ofrecidas, avisas y les doy su desgreñada. Ay, mi mamá. Los hermanos mayores del Milo las vacilaban, pero bien que le tenían miedo a mi mamá. Cuando comenzaron a trabajar, Xenia me dijo que ya era novia del Feo, que dejó la escuela y se hizo carpintero. Milca fajaba con Urko en lo oscurito y a mí me dejaban en la esquina para que les avisara si alguien venía.

En nuestra calle solo Milo, Mando y yo estudiábam­os. Y éramos como hermanitos. Pa donde quiera jalábamos juntos. Nos escapamos

al cine, íbamos a la biblioteca. Y mi mamá, que no soportaba a los Greñaloca, aceptó que visitara a Milo. Comimos el par de manzanas y nos pusimos a redactar la tarea. Claro que nos dábamos tiempito para cachondear­nos, nos abrazábamo­s muy cariñosos y nos dábamos buena sabroseada, cosa que ni mamá ni la de Milo sabían: hubieran pegado el grito al cielo, sobre todo doña Quiri: se lo traía bien cortito y amenazaba con sacarlo de la escuela si se enteraba que andaba de noviero.

Milo le echaba ganas, preferiría quemarse las pestañas que quitarse costras de los hombros si trabajaba como macuarro. No nos sobrepasáb­amos en las sabroseada­s. Nuestra obligación era aplicarnos en la escuela; nos daban para el camión y una torta siquiera, y no pensábamos comprar condones porque parábamos a tiempo la sabroseada. Mi hermana Yola sí compraba, pero los escondía.

Ese día, apenas terminamos la tarea y empezamos con los besitos de lengüita, luego otro y otro, hasta que la temperatur­a estuvo a punto. Pérate, pérate: no empieces de mano larga o te cacheteo. Nomás se reía y avanzaba en sus intentos y no paró hasta que le di una buena mordida en el labio.

Chales, así no juego: la otra vez me dejaste un chupete y toda la semana tuve que andar con cuello ruso. Ay sí, me regaña mi mami. Peor, me la aplica y me saca de la escuela y me pone a chambear, te manchas. Seguimos la sabroseada, pero más calmados. Se puso a leerme unos poemas calentones; recostada en el sofá mugroso, lo escuchaba y sentía que medio me estaba enamorando. Ya me voy, le dije: la jefa nomás me dejó un rato y tengo que ayudarle a la planchada. ¿De cuándo acá tan hacendosit­a?, dijo el Milo y comenzó a besarme el ombligo: bien sabía que lo tengo muy sensible.

De un empujón lo puse quieto, agarré la escoba y me puse a barrer su cuartito, mira en qué mugrero vives: tú ponte a sacudir y acabamos de volada. Me obedeció y le bajamos unas rayitas a la lujuria, porque sentí que nos podíamos poner locos. Y con mi mamá escarmenté en cabeza ajena: fuimos nueve hermanos y no se daba abasto para atendernos; le ayudaba en los quehaceres, pero

dejaba que mi papá siempre estuviera encima de ella, que paría y paría como coneja, la muy persignada. Pero bueno, quién soy yo para juzgar a la pobre.

Mi papá es muy guapo, no dudo que se echa sus canitas al aire. Alto, moreno, fuerte, con el pelo chino, las vecinas le echan los perros ojos encima, pero ni para cuándo les haga caso, a las muy chamagosas. El de Milo es muy serio, no como el mío, que nomás mira una caballona y ahí va detrás a piropearla. Ay, mi papacito. El de Milo dice que le gusto para nuera. Hágamela buena, suegro, le digo y se sonríe igualito que su hijo. No sé cómo se llevará con su esposa: tiene el carácter bien agrio, se la pasa gritoneánd­ole a sus hijos. Tiene tres y tres: tres hombres y tres mujeres; las más chavitas ya también me dicen “cuñada”.

Mis amigas me cotorrean porque no tengo novio, échate cuando menos al Mando y nos dejas al Milo: ni pichas, ni cachas, ni dejas batear, mana, dicen y se tallan el frijolito cuando pronuncian su nombre, las nalgafácil. Yo me sé comportar y oculto mis ganas; ellas no se miden, por eso andan llenas de barros y espinillas, ahí les brota la calentura. A mí no se me dan, porque nos sabroseamo­s el Milo y yo. Y no pasamos a más porque, la neta, tenemos miedo: a clavarnos, a encularnos, como dicen mis amigas. Eso dicen, pero son de amores klínex: úsese y tírese. A veces veo que Milo me mira como borreguito triste, amensado, y me lo como a besos. Pero él luego luego se va al bulto y tengo que apaciguarl­o: te sacan de la escuela. Pues entonces échame una manita, me dice picarón, y a veces accedo, como esta vez: nomás de acordarme me gana la risa, porque ya terminado el quehacer ai vamos de nuevo a la sabroseada y quién sabe si porque acababa de terminar mis días o porque la calor estaba fuerte o porque supo atacar requetebié­n mis fortalezas el Milo, pero el chiste es que ya nomás me escuchaba ah ah ah, espérate no seas bárbaro, qué te pasa, ya encontrast­e el abrelatas: nos sacan de la escuela, tente en paz, ah ah ah, y hasta las manos me sudaban, los dos de pie, miraba al sofá y lo fui encaminand­o hacia él, ya se quitaba la camisa y me desabrocha­ba la blusa; nombre, ya no nos cabía tantita cordura, la sabroseada iba de volada a más, me sentía lacia-lacia-lacia, si hasta risa me da de nuevo, como en ese momento: cuando ya me había quitado los zapatos y se nos hacían bola las manos para quitarle el pantalón, él a mí, yo a él, ya sin pensar en nada de nada, qué carambas, y que tocan a la puerta, y ahí estamos en reversa, a vestirnos de volada, ¡mis calcetas, mis calcetas!; él terminó primero, volvieron a tocar y yo, abrochándo­me la blusa, asomé mis narizotas y mis ojitos y vi al Mando que decía buzo, wey, que tu jefita bajó del camión y está a dos cuadras, córrele pinchi loca o te la arman de tos, y yo risa y risa de nervios ai voy a la carrera por mis cuadernos, con un calambre en una pierna y risa y risa y corre y corre; no paré hasta mi casa y nomás voltié pa decirle adiós a ese par, todavía tan risa y risa que hasta mi mamá me dijo: ¿qué prisa traes y con esa risa de loca?

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