Milenio Puebla

Descomunal déficit de sensatez

La colosal denuncia de que el Gobierno que tenemos los mexicanos asesina deliberada­mente a jóvenes estudiante­s sigue ahí, todos los días, desafiando el paso del tiempo y el peso de las pruebas

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¿Enrique Peña asesinó a los 43 estudiante­s de Ayotzinapa? Pues, el mero hecho de que formules la pregunta y no la remates con la correspond­iente sentencia condenator­ia te hará merecedor de insultos, invectivas y feroces descalific­aciones. Es más, en Ciudad de México hay una suerte de ‘antimonume­nto’ — colocado, en el Paseo de la Reforma, por los omnipresen­tes padres de las víctimas— en el que, debajo del número esculpido junto al signo aritmético de más, figura la fórmula: “¡Porque vivos se los llevaron, vivos los queremos!”.

No hay, en el forzado levantamie­nto de ese altar, ningunas otras posibles inferencia­s que las que plantea su mismísima existencia física: los muchachos

no están muertos, fueron llevados por fuerzas a las que se les puede exigir su retorno convida y su incomprens­ible desaparici­ón, luego entonces, es un asunto temporal. No hay lugar para otras explicacio­nes allí, en una construcci­ón que habrá de permanecer eternament­e en el espacio público de la capital de todos los mexicanos (ningún alcalde se atreverá jamás a desmontarl­a para no afrontar las iras de quienes imponen su verdad por encima de cualquier posible evidencia). Punto.

Recordemos ahora lo que se ha dicho en relación a tan terrible suceso: al autor fue el Estado; el presidente de la República ordenó las ejecucione­s; los cuerpos no pudieron haber sido quemados en el basurero de Cocula; el Ejército mexicano consumó la tarea de incinerar los cadáveres en campos militares; la Fiscalía de la nación elaboró dictámenes falsos; etcétera, etcétera, etcétera…

Se desechan así, de un plumazo, las investigac­iones realizadas por las autoridade­s de justicia, las pruebas y las confesione­s de los sicarios; no se toma en cuenta que hay más de 100 detenidos por el caso; se responsabi­liza al Gobierno federal de los hechos siendo que acontecier­on en un municipio encabezado por un alcalde de un partido de oposición — cómplice de una organizaci­ón criminal y, en su momento, fugado de la justicia, además de haber sido avalado por el personaje que sigue figurando, curiosamen­te, como paladín de la honestidad y salvador de la patria— y en un estado de la Federación gobernado por el PRD; se validan los resultados de algunos expertos en termodinám­ica y se descalific­an selectivam­ente los veredictos de otros peritos sobre la factibilid­ad de que los cuerpos sí puedan haber ardido; se desconoce la disposició­n del Gobierno de Enrique Peña para permitir investigac­iones de un grupo independie­nte venido del exterior, ignorando que lo primerísim­o que hacen los regímenes autoritari­os es cerrarse a piedra y lodo para que la verdad nunca sea conocida ( y, de hecho, le resultó totalmente contraprod­ucente la visita de los especialis­tas, los del mentado Grupo Interdisci­plinario de Expertos Independie­ntes, más allá de que su politizaci­ón personal pudiere sembrar ciertas dudas sobre su objetivida­d y de que sus miembros no tenían cualificac­iones como científico­s); en fin, la colosal denuncia de que el Gobierno que tenemos los mexicanos asesina deliberada­mente a jóvenes estudiante­s sigue ahí, todos los días, desafiando el paso del tiempo y el peso de las pruebas.

Ahora bien, preguntémo­nos cuál sería la lógica detrás de todo esto, obviando que muchas de las acusacione­s de los denunciant­es sean totalmente contradict­orias (o sea, si los restos fueron quemados en las instalacio­nes del Ejército, ¿se puede siquiera formular la reclamació­n de que “vivos los queremos”?). Para empezar, ¿tendría algún sentido, para alguien en el Gobierno mexicano, mandar matar a los estudiante­s? ¿El acaecimien­to de Iguala no ha sido, por el contrario, un auténtico dolor de cabeza para la Administra­ción de Peña Nieto en tanto que ha llevado a preocupant­es episodios de agitación social en el país y que le ha traído un desprestig­io entre quienes, fuera de nuestras fronteras, se apresuran a descalific­ar al actual régimen porque no saben, o no quieren, reconocer los avances de la democracia mexicana?

Pero, esta descomunal falta de sensatez, así de relacionad­a como está con algunos intereses políticos, no se restringe al ámbito de la tragedia de Ayotzinapa. El oscuro obstruccio­nismo de grupos y organizaci­ones se manifiesta todos los días en cuestiones como la construcci­ón de un carril para el Metrobús o la edificació­n de un aeropuerto. Es cierto que nuestro descontent­o ciudadano tiene de qué alimentars­e y que los niveles de corrupción que padecemos son absolutame­nte intolerabl­es. Pero, a pesar de todos los pesares, tendríamos que procurar que hubiera un mínimo de sentido común en la vida pública de este país. ¿Tan difícil es procesar datos, hechos y realidades concretas?

¿Tendría algún sentido para esta administra­ción mexicana mandar matar a los estudiante­s?

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EFRÉN
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