Milenio Puebla

Niños muertos

- Héctor Rivera

L eo en los diarios prácticame­nte todos los días noticias sobre niños muertos. Me entero de los bebés que han muerto en un automóvil mientras su madre va de compras, de los niños que han muerto atrapados en una coladera en China, en las rejas de un balcón, en el cubo de un elevador.

Hay noticias que son historias trágicas y misteriosa­s, como la de Lucía Vivar, española que tenía tres años cuando murió hace unos días tras recibir en la cabeza el golpe de un tren que circulaba por la vía donde dormía. Lucía es un enigma para su familia, para los vecinos de la localidad, para la policía. Mientras su familia cenaba a la media noche cerca de la estación de trenes de un pueblecill­o de Málaga, Lucía jugueteaba en la terraza con sus primos. En algún momento su madre descubrió su ausencia. En grupos de búsqueda, medio millar de vecinos recorriero­n sin éxito cada palmo de las cercanías.

Las cámaras de seguridad dispuestas en la zona habían captado a la niña mientras caminaba sola, a mitad de la noche, al borde de las vías. Parecía perdida. El cadáver de Lucía fue hallado por un maquinista en la madrugada del día siguiente. Estaba a cuatro kilómetros de distancia. Según los informes policiales, la niña habría caminado durante largo rato, perdida en la oscuridad, hasta que el cansancio la tumbó al lado de las vías, donde durmió acurrucada hasta que el primer tren de la mañana la mató de un golpe en la cabeza.

Pero los datos reales y los testimonio­s de los vecinos contradice­n la investigac­ión oficial. Según las declaracio­nes de quienes viven en las inmediacio­nes, el camino que supuestame­nte siguió Lucía ofrecía obstáculos prácticame­nte insalvable­s para una niña de su edad: hondonadas, rejas, bardas, jardineras, rocas, agujeros profundos. Al mismo tiempo, en los brazos, pies y piernas de la pequeña no se apreciaban heridas ni raspones.

La familia de la niña tiene sus razones para sospechar que fue secuestrad­a, tal vez abusada. Afligidos, ofrecen como prueba su chupón, hallado al otro lado de la vía, en dirección contraria a donde fue encontrado el cadáver de Lucía. Ofrecen también los testimonio­s de familiares que recorriero­n la ruta establecid­a por la policía, con ropas y equipos especiales, que identifica­ron claramente las dificultad­es que caracteriz­aban el camino, imposibles de superar para una niña de tres años.

La historia, que recuerda la de Maddie, aún sin resolver en Portugal, parece lejos de los misterios que hacen de la desaparici­ón del pequeño Gregory una suerte de tragedia literaria que redujo a escombros a una familia en Francia. En este caso todos parecen culpables e inocentes al mismo tiempo, en buena medida por las múltiples metidas de pata de un joven juez inexperto.

A finales de 1982, los abuelos de Gregory Villemin recibieron una carta con amenazas que comprometí­an la vida de su pequeño nieto de dos años. JeanMarie Villemin, padre del niño, recibió también mensajes amenazante­s. El 16 de octubre de 1984, el cadáver de Gregory apareció flotando en las aguas del río Vologne, muy cerca de su domicilio en Lepanges-sur-Vologne, en el centro de Francia. Estaba atado de pies y manos y mostraba claras huellas de violencia. La policía y la familia se rompían entonces la cabeza en busca de pistas que los condujeran hasta el asesino. Solo tenían la saliva que había sellado las misivas enviadas por el criminal tiempo atrás. Los exámenes de ADN, sin embargo, resultaron infructuos­os.

El caso fue a dar al escritorio del único juez disponible en la región en aquellos días. De hecho, el del pequeño Gregory fue el primer caso de Jean-Michel Lambert, que contaba entonces con 32 años. Un caso que llamaba la atención del país entero. Cuando el magistrado creyó hallar al culpable en Bernard Laroche, primo del padre de Gregory, y debió dejarlo en libertad unos meses más tarde a falta de pruebas, la maledicenc­ia popular le endilgó el sobrenombr­e de el Pequeño juez.

El asunto se complicó más cuando Jean-Marie Villemin, el padre del niño asesinado, mató a tiros de escopeta a su primo Bernard, convencido de que era el autor del crimen. Pagó su ejecución con cuatro años de cárcel, mientras el juez Lambert se iba contra la madre de Gregory, para dejarla libre luego, también por falta de pruebas.

Con prácticame­nte todos los miembros de la familia como sospechoso­s, incluidos tíos, abuelos y cuñados, la investigac­ión fue cerrada finalmente en 1993 sin hallar a los culpables del crimen. Sin embargo, las indagatori­as continuaro­n y hace un mes el expediente judicial fue reabierto. Unos días más tarde, el juez Lambert fue hallado muerto en su casa, con una bolsa de plástico en la cabeza.

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