Máquinas de enseñanza
N o me resulta fácil escribir sobre la función del profesor universitario, aunque sea una de mis actividades profesionales. Cada día, es más complejo intentar “enseñar” en esas aulas en donde los discursos burocráticos, eficientistas y de acreditación han terminado por invadir la subjetividad de estudiantes, directivos y administradores desde las oscuras entrañas de la bestia; el currículo. Escribo esto, después de 19 años de haber subido a una tarima en el aula magna de una “universidad” de la frontera norte, que también funcionaba como gimnasio y salón de fiestas- y en la cual impartí mi primera clase a 94 alumnos. Sentí que el mundo se volcaba sobre mí, pues parecía un estudiante más. Había preparado un texto sobre psicopatología que había aprendido de memoria. Entonces, abrí la boca y empezó a salir una especie de vómito dulce. A los 15 minutos estaba caminando como si conociera el terreno. ¡Vaya epifanía! Mi cuerpo había descubierto un lugar y mi mente allanó el camino.
Ayer, en una reunión de inicio de ciclo escolar, escuché la letanía de siempre; tiempo de certificaciones, vocación del pobresor “no profesor- estandarización de la enseñanza, modelos educativos Frankestein, la plaga de las competencias instrumentales, reglamentos policiacos y la exigencia de documentación que terminará como archivo muerto carcomido por ratones. Pura éxtasis posmoderna para afinar las máquinas de enseñanza. Nadie habló del compromiso político o pedagógico que todo docente debiera portar, de la multiplicidad de estilos didácticos o del verdadero acto de fe en las posibilidades de los alumnos. Mientras el carrusel de funcionarios desfilaba, prometí que mis alumnos sentirán en toda su magnitud el conflicto cognitivo, no estorbaré y los “ayudaré”, de la misma manera que como terapeuta jamás les robo la experiencia de dolor emocional a mis pacientes.
El estudiante promedio está acostumbrado a un sistema educativo dicótomo donde toda respuesta tiene que ser correcta o incorrecta, o en el que viven una ansiedad bizarra por meramente aprobar la asignatura y exigir con absoluto detalle qué tienen que hacer para ser bien calificados. Ya ven que hay maestros que “preguntan lo que no habían dicho en clase”. Cuando capacito profesores, les insisto en que no hay una respuesta universal, sino una opción más pertinente que otras, que cuesta reconocer que la docencia funciona por ensayo-error y que cada intervención docente debe estar signada por la singularidad. No hay asignaturas iguales, no hay maestros iguales y no hay grupos iguales. El dilema es ¿Cómo lo hago? ¿Actuando como lacayo o como mayeuta? Como afirma Giroux (2000), para mí, como educador, éste es un problema tanto pedagógico como político y por ello, además de ser los villanos de moda, a los educadores se le puede eximir de muchas cosas, pero jamás de su obligación de pensar en el futuro. En plena crisis, me siento peor que Sísifo e intento ser audaz para imaginar otro mundo, donde no enseñe.