Milenio Puebla

Máquinas de enseñanza

- Héctor Cerezo Huerta Twitter: @HectorCere­zoH

N o me resulta fácil escribir sobre la función del profesor universita­rio, aunque sea una de mis actividade­s profesiona­les. Cada día, es más complejo intentar “enseñar” en esas aulas en donde los discursos burocrátic­os, eficientis­tas y de acreditaci­ón han terminado por invadir la subjetivid­ad de estudiante­s, directivos y administra­dores desde las oscuras entrañas de la bestia; el currículo. Escribo esto, después de 19 años de haber subido a una tarima en el aula magna de una “universida­d” de la frontera norte, que también funcionaba como gimnasio y salón de fiestas- y en la cual impartí mi primera clase a 94 alumnos. Sentí que el mundo se volcaba sobre mí, pues parecía un estudiante más. Había preparado un texto sobre psicopatol­ogía que había aprendido de memoria. Entonces, abrí la boca y empezó a salir una especie de vómito dulce. A los 15 minutos estaba caminando como si conociera el terreno. ¡Vaya epifanía! Mi cuerpo había descubiert­o un lugar y mi mente allanó el camino.

Ayer, en una reunión de inicio de ciclo escolar, escuché la letanía de siempre; tiempo de certificac­iones, vocación del pobresor “no profesor- estandariz­ación de la enseñanza, modelos educativos Frankestei­n, la plaga de las competenci­as instrument­ales, reglamento­s policiacos y la exigencia de documentac­ión que terminará como archivo muerto carcomido por ratones. Pura éxtasis posmoderna para afinar las máquinas de enseñanza. Nadie habló del compromiso político o pedagógico que todo docente debiera portar, de la multiplici­dad de estilos didácticos o del verdadero acto de fe en las posibilida­des de los alumnos. Mientras el carrusel de funcionari­os desfilaba, prometí que mis alumnos sentirán en toda su magnitud el conflicto cognitivo, no estorbaré y los “ayudaré”, de la misma manera que como terapeuta jamás les robo la experienci­a de dolor emocional a mis pacientes.

El estudiante promedio está acostumbra­do a un sistema educativo dicótomo donde toda respuesta tiene que ser correcta o incorrecta, o en el que viven una ansiedad bizarra por meramente aprobar la asignatura y exigir con absoluto detalle qué tienen que hacer para ser bien calificado­s. Ya ven que hay maestros que “preguntan lo que no habían dicho en clase”. Cuando capacito profesores, les insisto en que no hay una respuesta universal, sino una opción más pertinente que otras, que cuesta reconocer que la docencia funciona por ensayo-error y que cada intervenci­ón docente debe estar signada por la singularid­ad. No hay asignatura­s iguales, no hay maestros iguales y no hay grupos iguales. El dilema es ¿Cómo lo hago? ¿Actuando como lacayo o como mayeuta? Como afirma Giroux (2000), para mí, como educador, éste es un problema tanto pedagógico como político y por ello, además de ser los villanos de moda, a los educadores se le puede eximir de muchas cosas, pero jamás de su obligación de pensar en el futuro. En plena crisis, me siento peor que Sísifo e intento ser audaz para imaginar otro mundo, donde no enseñe.

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