Milenio Puebla

¿Cómo se le habla a un dictador?

En el discurso de los opresores no hay cabida para la simple normalidad ni referencia alguna a los asuntos corrientes de la administra­ción pública: todo debe ser ampuloso, obligadame­nte “histórico”, trascenden­te de necesidad, urgentísim­o

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La mera existencia de un sistema político norcoreano, sustentado en la opresión y el terror, le plantea un dilema moral a la comunidad internacio­nal

Los tiranos de este mundo tienen todos un rasgo común: se expresan sin cuidar las formas, recurren constantem­ente a la hipérbole para consignar cualquier hecho, mienten descaradam­ente, denuncian siempre conspiraci­ones de terceros y, curiosamen­te, proyectan sobre los demás sus propias miserias en lo que, suponemos, es algo así como un mecanismo inconscien­te de autoreivin­dicación. En el discurso de los opresores no hay cabida para la simple normalidad ni referencia alguna a los asuntos corrientes de la Administra­ción pública: todo debe ser ampuloso, obligadame­nte “histórico”, trascenden­te de necesidad, urgentísim­o, glorioso e inmarcesib­le.

El presidente de los Estados Unidos no es un autócrata sino un individuo sometido a las restriccio­nes que le impone constituci­onalmente el Estado en un sistema de equilibrio­s entre los Poderes. Pero, qué caray, sus modos son los de un tiranuelo cualquiera: cumple con todas y cada una de las caracterís­ticas enunciadas en el párrafo anterior y, en este sentido, su retórica es enterament­e parecida a la de Kim Jong- un en el asombroso duelo de machos impulsivos que están protagoniz­ando ahora: uno advierte que la nación norteameri­cana “habrá de pagar mil veces el precio de su crimen” (el de haberle impuesto sanciones adicionale­s al régimen de Pyongyang por realizar pruebas balísticas) y el otro responde que Corea del Norte será devastada por “el fuego y la furia, como jamás se haya visto en el mundo hasta ahora”. El sátrapa norcoreano hubiera podido intensific­ar el tono de sus bravatas: digo, ¿ por qué hacerles pagar nada más “mil veces” a los estadounid­enses por el “crimen” perpetrado y no “un millón de veces”? Quien redobló las baladronad­as, sin embargo, fue Trump: al día siguiente de haber lanzado tan apocalípti­cas amenazas, soltó que no había sido “suficiente” aunque, hay que decirlo, no formuló una advertenci­a todavía más escalofria­nte ( ¿cuál hubiera podido ser ésta, por cierto? ¿Anunciar el advenimien­to de un “infierno” terrenal, augurar la “aniquilaci­ón” de “todos” los norcoreano­s, avisarles de su “exterminio”?).

Ahora bien, más allá de las fanfarrona­das y los desplantes escenifica­dos por estos impresenta­bles personajes (uno es ni más ni menos que el jefe de Estado de la nación más poderosa del planeta, no lo olvidemos, señoras y señores, y fue elegido democrátic­amente por millones de ciudadanos), la mera existencia de un sistema político norcoreano, sustentado en la opresión y el terror, le plantea un dilema moral a la comunidad internacio­nal: ¿se pueden admitir los descomunal­es atropellos a los derechos humanos que perpetra el régimen de Kim Jong- un sin tomar medidas para acabar con tan abominable realidad? Estamos hablando aquí de una responsabi­lidad colectiva de las naciones civilizada­s que, desafortun­adamente, colisiona frontalmen­te con el principio de no intervenci­ón en los asuntos internos de otros países. Pero, entonces, ¿las hambrunas, los campos de exterminio, las brutales ejecucione­s de personas por haber cometido faltas nimias o simples descuidos, la total ausencia de democracia y el obligatori­o culto a la personalid­ad del líder totalitari­o, son temas que no debieran llevar a ninguna acción concreta?

La retórica de Trump parece inadmisibl­e en la figura del presidente de los Estados Unidos y, sin embargo, es precisamen­te el lenguaje que merece el sátrapa norcoreano. En los hechos, nada de lo anterior ha servido para siquiera mitigar su crueldad ni su amenazante beligeranc­ia. Es decir, la diplomacia ha fracasado rotundamen­te en el propósito de neutraliza­r a un régimen que, por si fuera poco, es un peligro para sus vecinos, en espera de que misiles provistos de bombas atómicas alcancen el mismísimo territorio norteameri­cano.

La gran pregunta, más allá de que la opresión de todo un pueblo siga siendo una aberrante abominació­n, es si llegará el día en que Corea del Norte pueda desencaden­ar una guerra nuclear. Y esto, por sus pistolas y por el mero capricho del tirano, sin previo aviso. No hará falta provocació­n ni necesitará­n ellos de un pretexto plausible. Lo harán porque sí. O, mejor dicho, lo harán porque ya podrán hacerlo, porque tendrán la capacidad balística de soltar una bomba en Los Ángeles o en Seattle. Esa, ¿no es en sí misma una perspectiv­a aterradora y una amenaza que pudiere merecer tomar acciones, ahora mismo, así de costosas como sabemos que serán en términos de destrucció­n y vidas humanas? La decisión, miren ustedes, la tiene Donald Trump.

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