Pompeya al amanecer
T odo mundo sabe que los turistas constituyen la especie más destructiva. Son capaces de grabar su nombre con una corcholata en el rostro de una figura prehispánica, de arrancar el dedo de una escultura renacentista para llevarlo como recuerdo, de pintarrajear un mensaje amoroso en un fresco maya. Dejan a su paso montones de latas vacías de refresco, de empaques de papas fritas y golosinas diversas, de colillas de cigarro, de cartón y plástico, ropa inservible y toneladas de goma de mascar.
Supe hace unos días de un caso extremo. El de un turista que descargó sus necesidades fisiológicas más elementales en el rincón de una solariega mansión en las ruinas de Pompeya, entre frescos y descoloridos frisos en la zona más concurrida de la ciudad. La esposa de este hombre apremiado por sus obligaciones digestivas se habría apresurado a impedir el paso a otros turistas para brindar a su pareja la privacidad que requería. Sus ruidosos ajetreos y las llamadas de alerta de otros turistas pusieron sobre aviso a los escasos vigilantes que custodian la zona arqueológica italiana, muy cerca de Nápoles, que muy pronto se hicieron presentes. El escándalo se hizo mayor en la medida en que coincidió con la visita de dos ministros de Estado que inauguraban nuevas rutas para los visitantes. El turista, de nacionalidad española y edad avanzada, abochornado y espantado, quedó sujeto a las miradas curiosas de la concurrencia y también a las sanciones correspondientes de la ley italiana, que deberán considerar en su favor que los baños no abundan en la zona arqueológica.
También habría que considerar a su favor la manera como se vivía la vida en Pompeya en sus días de esplendor. Una ciudad de ricos romanos que habitaban villas y palacetes rodeados de esclavos y sirvientes ofrecía muchas tentaciones. Mientras los más acaudalados disfrutaban de las piscinas, los jardines y las fuentes, Baco y Príapo regían la alegre vida de prácticamente todos sus habitantes, como dejan ver las pinturas y ornamentos que sobrevivieron a la devastadora erupción del Vesubio del 24 de agosto del año 79, que dejó apenas rastros de vida. Baños públicos, tabernas, prostíbulos, hoteles, gimnasios y demás espacios consagrados al culto del cuerpo y el placer eran de visita frecuente, aunque el agua escaseaba y los servicios urbanos eran limitados. Como el turista español atrapado por los curiosos en la Pompeya de hoy mientras daba rienda suelta a sus fluidos corporales, los habitantes de la ciudad hacían sus necesidades en plena vía pública, dejando la limpieza en manos de las frecuentes lluvias torrenciales que se llevaban también los desechos que dejaban libremente los animales. Garrafas de vino y otras bebidas alcohólicas disponibles en los mostradores de las tabernas y los prostíbulos hablaban con tanta claridad de los gustos de los vecinos como los falos tallados en piedra que servían de dinteles de las puertas, de reguladores del tránsito, de adornos y hasta de amarraderos para los caballos y otros animales domesticados.
Las autoridades italianas han librado duras batallas contra el turismo habituado a dejar su marca por donde pasa. Más de un visitante ha sido atrapado mientras trata de desprender fragmentos de un friso, trozos de un muro o partes de una estatua en una guerra cotidiana contra los depredadores. El complicado resguardo de una zona arqueológica con las dimensiones de Pompeya tiene de hecho sus pequeños triunfos cotidianos, en particular contra los grafiteros. Hoy día es difícil que alguien deje un mensaje rayoneado para la posteridad.
Pero en sus buenos días las pintas en los muros de la ciudad eran frecuentes y descaradas. Se han hallado mensajes pintarrajeados en los muros, como aquel que en un hostal deja testimonio de la inconformidad de los clientes: “Nos hemos meado en la cama; realmente somos una calamidad. ¿Quieres los motivos, posadero? ¡No había ningún orinal!”
En otro muro alguien trató de inmortalizar su nombre: “Marco estuvo aquí”. Tal vez amanecería sepultado bajo toneladas de lava y ceniza candente, como aquellos que escribieron en las paredes a su paso agradecimientos a los dioses, frases amorosas, mensajes vulgares contra sus enemigos o simples reflexiones sobre sus temas favoritos, como ese pensamiento que compartía la contundencia de una realidad de fuego y muerte que aguardaba a la vuelta de la esquina: “Nada puede durar para siempre”. Y aun aquel que ponía en evidencia el hartazgo de algún ciudadano ante tanta escritura en los muros de Pompeya: “Me asombra, oh pared, que aún no te hayas derrumbado bajo el peso de las tonterías de tantos escritores”.