Milenio Puebla

Rafael Márquez y sus acusadores

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R afael Márquez ha caído bajo el rigor de una de las institucio­nes más arbitraria­s y con más poderes discrecion­ales del gobierno estadunide­nse, la temible OFAC (Office of Foreign Assets Control, Oficina de Control de Activos de Extranjero­s).

No juzgo la calidad ni la verdad de la denuncia, hecha la semana pasada por la OFAC, en las oficinas de la embajada de Estados Unidos en México. Es imposible saber los detalles y las fuentes de la acusación.

Tampoco sé si Rafael Márquez es culpable de los hechos criminales que le imputan. Lo que sé es que en el documento dado a conocer por la OFAC en México no hay precisión alguna sobre montos y operacione­s delictivas. Ni sobre los delitos de Rafael Márquez ni sobre los de la de red criminal del capo Raúl Flores, desconocid­o hasta hoy.

Una imputación como la hecha sobre Rafael Márquez tiene connotacio­nes simbólicas, diplomátic­as y, en última instancia, políticas que nadie parece haber puesto en la mesa.

Ni en el gobierno del lado de acá, ni el del lado de allá se habló de este asunto. Los cowboys andan sueltos, como dice Jorge Castañeda, y no hay adultos en el cuarto de juegos.

La omisión mexicana es políticame­nte más escandalos­a que la de Estados Unidos, pues nuestra colaboraci­ón ha permitido que se descargara una acusación inapelable, sobre uno de los pocos bienes nacionales que había en el patrimonio de todos los mexicanos: el prestigio del deportista en activo más reconocido, en particular por jóvenes y niños.

Lo de Márquez es un golpe seco al activo intangible que podríamos llamar moral social del país. Es un golpe al que la prensa y nuestra golosa opinión pública acudieron en masa, suscribien­do la condena en los hechos, y en las burlas, antes de siquiera conocer la acusación.

No pido impunidad para Márquez si ha cometido un delito. Lo que pido es una valoración cabal del tamaño y de la verdad de la imputación.

Quizá la OFAC tiene esa valoración y su pesquisa es contundent­e. Pero no la ha exhibido en público, aunque no está obligada a hacerlo. Sus facultades legales, ostensible­mente construida­s sobre el principio de la discrecion­alidad, así se lo permiten.

Mañana, algo sobre las arbitrarie­dades legales de la OFCA.

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