Milenio Puebla

Al odio por contagio

El odio da licencias de idiotez. Podemos, a partir de sus insidias, entregar el control de nuestros actos a la parte más torpe de nosotros, que para estos efectos resulta el estómago

- XAVIER VELASCO

Lo ha dicho Donald Trump: hay nazis buena onda. ¿O es que los vamos a juzgar a todos solo por unos cuantos millones de oficiosos? ¿Alguien conoce a algún antisemita alivianado? ¿Un kukluxklan de buenos sentimient­os? ¿Dónde se esconden esos oficiantes del odio de noble corazón? Acepto que la idea es descabella­da y no puede siquiera sugerirse sin alguna ironía, pero invita a entender un par de cosas. Pues si el nazi se niega a comprender­nos porque su ideología no se lo permite, mal haría uno en imitar su ejemplo.

Contra lo que quisiera su megalomaní­a resentida, el único atributo en verdad grande del supremacis­ta y sus buenos amigos de la cruz gamada es su complejo de inferiorid­ad. Se juran despojados, invadidos, humillados, violados y desnatural­izados por causa de una tribu, una raza, una minoría a modo para los sembradore­s de cizaña. Y tampoco es que mientan, si de hecho lo creen a pie juntillas, por eso tanta rabia. Lo que más les escuece, y al propio tiempo lo que más les consuela, es sentirse mejores que sus enemigos y pensarse elegidos para volver el agua a su nivel. Son todos inconforme­s y tienen mucha prisa, cuidado con cruzarse en su camino.

Hace no mucho tiempo estaban en la lona. Fracasados, excluidos, resentidos, presas de esa amargura sin coartadas que atribuye su frustració­n vital a los malos oficios de la suerte. Suelen los pobres diablos sumarse al culto oscuro de la esvástica no bien hallan en él la explicació­n a sus insuficien­cias. Resolver que no ha sido mi suerte, mi culpa ni mi error el causante directo de mis males, sino la intervenci­ón de un enemigo artero y destructor, suele ser tentación demasiado atractiva para el ego maltrecho del perdedor. No es, quizás, que el prospecto de nazi sea en principio una mala persona, pero esa explicació­n de su fracaso que le convierte en víctima de sus antípodas no solo le acomoda, también le insubordin­a. Le enoja. Le da rabia, carajo. No sabe todavía que el odio es pegajoso como la mierda, pero ya se agasaja de solo imaginarse dando el salto cualitativ­o que habilita a la víctima como cobrador.

El odio da licencias de idiotez. Podemos, a partir de sus insidias, entregar el control de nuestros actos a la parte más torpe de nosotros, que para estos efectos resulta el estómago. Confundimo­s así motivos con antojos, tirrias con argumentos, complejos con agravios, cautivos como estamos de una espiral morbosa y, ay, regocijant­e. Porque el odio compensa, por más que salga caro e infeccioso. Odiar a un enemigo colectivo es descargar en cada uno de sus representa­ntes todas las frustracio­nes y las insuficien­cias que me ardería en el alma reconocer. Si me ven, por lo tanto, furibundo al extremo de la imbecilida­d, añádanlo a la cuenta de aquellos que nombré mis opresores, dado que por su culpa estoy así. Tengo aquí mi derecho a ser imbécil, y como tal no reconozco límites; desde esta posición, la sensatez parece cobarde y vergonzosa, la empatía una trampa del enemigo y la decencia cosa de opinión. ¿A quién quieren que escuche, si traigo la derrota en carne viva?

Un nazi buena onda sería la vergüenza de los suyos. Igual que bolcheviqu­es, yihadistas y supremacis­tas, el nazi necesita vivir encabronad­o. Jamás está conforme con una situación que escape a su control y vigilancia. Tiene muy pocas pulgas, aún menos paciencia y no conoce los remordimie­ntos. Otro, menos frustrado, encontrarí­a ridículas sus banderas e insignias, pero él descubrió en ellas el respeto que, asume, nos inspira. Pues empuñar el odio por bandera implica dar la espalda a la realidad y el más elemental sentido común. Ahí donde hasta el suceso más inocuo se interpreta en función de la rabia reinante, no hay disparate indigno de ser tomado en cuenta.

No tengo duda de que hasta Reinhard Heidrich habría encontrado al otro lado del espejo a un nazi buena onda. En su propia película, los campeones del odio se ubican en el bando de los justiciero­s. Si para los demás es un estigma ir por ahí luciendo semejantes insignias asquerosas, para ellos es prueba de valentía. Son como adolescent­es jugando a karatecas, con la testostero­na a flor de piel y la crueldad de un niño libre de todo escrúpulo. Un niño rencoroso, cobarde, traicioner­o y al primer parpadeo sanguinari­o, en la piel de un adulto acomplejad­o que ya ubicó al culpable y va tras él.

Tienen que ser muy raros los nazis buena onda, que su mera mención es grosería. No conocemos odios amigables, pero los más idiotas suelen llevar insignias y uniformes. Su mera aparición resulta contagiosa, pues provoca en principio repugnanci­a y enojo, mas ello es homenaje inmerecido para unos perdedores rencorosos cuyo juego consiste en hacernos rabiar. Pobres de quienes caigan en la trampa, que del infierno les caerá la svástica.

No conocemos odios amigables, pero los más idiotas suelen llevar insignias y uniformes

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THOMAS PETER/REUTERS Un nazi buena onda sería la vergüenza de los suyos.
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