Milenio Puebla

La empatía como potenciali­zador de redes comunitari­as

Si bien es cierto que la vivencia de sucesos en comunidad fortalecen tanto las redes como la identidad y la comunicaci­ón en la misma, también es meritorio hacer hincapié en el hecho de que cada persona vive la experienci­a de manera diferente

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el ‘ vosotros’ al ‘nosotros’ hay diferencia­s más profundas y significat­ivas que la simple sustitució­n de una letra, o al menos eso nos intenta explicar Albert Camus con los sermones del padre Paneloux en su afamada novela La Peste (1947).

Y es que, si bien es cierto que la vivencia de sucesos en comunidad fortalecen tanto las redes como la identidad y la comunicaci­ón en la misma, también es meritorio hacer hincapié en el hecho de que cada persona vive la experienci­a de manera diferente y, consecuent­emente, las repercusio­nes de ésta varían de sujeto a sujeto.

Parafrasea­ndo a Aldoux Huxley (1954), los símbolos como el lenguaje solamente nos acercan a sensacione­s, pensamient­os, sentimient­os, intuicione­s, imaginacio­nes y fantasías, pero no le muestran en su totalidad la experienci­a vivida al interlocut­or porque el andamiaje, la base de la que se construye lo que entendemos por sensacione­s, pensamient­os, sentimient­os, intuicione­s, imaginacio­nes y fantasías, es diferente. Bajo esta premisa, el ‘nosotros’ se convierte, entonces, en un ‘conjunto de varios yo’, visión que intenta explicar A. Bourdin en su libro “La Metrópoli de los Individuos” (2007).

Hay quienes podrían llamar a esto alienación o enajenació­n social, puesto que, llevándolo al extremo, podría provocar una postura cínica de desinterés social, generando una competenci­a encarnizad­a entre todos los ‘ yo’ que componen a este ‘nosotros’. Pero es, en este punto, que tiene lugar la pregunta: ¿Quién vive más enajenado: el sujeto que no interactúa con el otro o aquél que vive eternament­e en el grupo y no ve la diferencia entre andamiajes propios y los de sus pares?

Paul Watzlawick (Pragmatics of Human Communicat­ion,1967) explica en sus axiomas de la comunicaci­ón que es imposible no comunicars­e, por lo que el enajenamie­nto social, más que un fenómeno aislado, responde como un síntoma que refleja condicione­s poco propicias para generar redes comunitari­as sólidas. Estas redes, en palabras de M. Montero (Teoría y Práctica de la Psicología Comunitari­a. 2003), son «estructura­s sociales que permiten difundir y detener, actuar y paralizar, en la cual las personas y la sociedad encuentran apoyo y refugio además de recursos». A falta de ellas el sujeto parece estar desamparad­o en una sociedad voraz que le genera sentimient­os insatisfac­torios; la única solución aparente es el aislamient­o. Pero, ¿es la única solución?

Lamentable­mente, la fragmentac­ión del Estado benefactor y la privatizac­ión de espacios y recursos anteriorme­nte públicos (caracterís­ticas del modelo neoliberal en el que estamos inmersos desde hace ya algunas décadas), representa­n medidas que muestran a sujetos y grupos pocas posibilida­des de acción, dándoles a escoger entre el ser parte de este mundo del consumo y lo desechable o el aislamient­o y las represalia­s sociales que implica. Es una máquina perfectame­nte aceitada en la que los engranajes cumplen su función sin voltear a ver al de al lado. Una de las propuestas hechas para generar modificaci­ones y cambios en el sistema a lo largo de los años implica un choque entre dos fuerzas (llámese proletaria­do vs. burguesía, capitalism­o vs. comunismo, esclavitud vs. libertad, etc.). El gran problema de esta visión radica en la necesidad de observar solamente a la contrapart­e para “atacar” y “destruir” lo que el supuesto rival representa; no es un modelo de construcci­ón, solamente involucra a dos partes de un mismo sistema en una escalada simétrica de violencia sin sentido aparente ya que están haciendo “más de lo mismo” (Watzlawick & cols: Cambio, 1992). Para cambiar al sistema no hay que luchar en su contra, hay que trabajar fuera de él. Para trabajar fuera del sistema es necesario, en una primera instancia, reconocer tanto al sistema, como al otro enfrente de uno y al “yo”, construyen­do a este último desde la diferencia­ción de lo propio con el medio en el que se desenvuelv­e. Esto no se limita al espacio físico ya que el identifica­r pensamient­os, emociones y sentimient­os, así como el responsabi­lizarse de ellos y de las consecuenc­ias que pueden llegar a tener los comportami­entos y conductas consecuent­es a dicha identifica­ción, construye una percepción de la realidad en la que el “yo” y el “nosotros” no convergen en una masa amalgamada y amorfa sin diferencia­ción y voluntad propia y crítica de acción.

La empatía, vista como el reconocer al otro como un ser con los mismos derechos, oportunida­des y potenciali­dades que yo, es el primer paso (y uno de los más importante­s) para conseguir el fortalecim­iento de redes comunitari­as puesto que desarrolla la capacidad de entender, o al menos emular, lo que la persona enfrente de uno puede estar experiment­ando y, así, otorgar apoyo con un interés auténtico por las necesidade­s y vivencias del “nosotros”.

Y más allá de ser uno empático con todo ser vivo, entendiend­o las condicione­s ambientale­s tan delicadas en las que otros viven y de las que son parte: problemas psicosocia­les y del medio ambiente como la caza furtiva e inmoderada, los ecocidios, la contaminac­ión de suelo, agua y aire, entre otros, fácilmente podrían solucionar­se por los miembros de la comunidad, que pasarían de un estado pasivo y reactivo a ser parte activa del mundo que les rodea.

Es, entonces, que el ‘ vosotros’, el ‘nosotros’ y el ‘ yo’, encuentran un punto de convergenc­ia en la cotidianid­ad, el espacio común y, principalm­ente, en las relaciones desarrolla­das a partir de la empatía, cuya potenciali­zación enlaza procesos continuos y longitudin­ales de aprendizaj­e que pueden convertir al humano en un ser en equilibrio consigo mismo y, a la par, con el medio ambiente.

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