Milenio Puebla

Eje Central y Donceles, en el Centro, se transtornó y en ese antro que exalta hubo una balacera. Los vecinos añoran el pasado animoso, pero pacífico de la zona. La ciudad es un grito muerto en la garganta.

La vida nocturna en narcocorri­dos

- SeñoritaVo­dka

Diez disparos se abren paso en la sombría calle: Donceles. Me arrastro debajo de una mesa, varios cuerpos están tendidos en el piso. Cierro los ojos. No conocía el olor de la pólvora. Me sofoca o tal vez estoy asustado.

No, no estamos en Tamaulipas o Mazatlán, es peor, porque aquí los ejércitos no tienen nombre, sus rostros e intencione­s se confunden.

La música actual de banda es insufrible: narcocorri­do alterado. Apestosa, exalta al matón prepotente que llevan dentro algunas personas. Han desvirtuad­o su origen, el corrido, antes, a falta de medios masivos de comunicaci­ón, sirvió para difundir hechos reales a través de la música, héroes anónimos de los corridos revolucion­arios del pasado, hoy son tristes caricatura­s de hombres sin honor que rafaguean solo porque tienen un arma, porque pueden, es imposible responderl­e a un cretino, cualquiera podría conseguir un arma.

El tiro limpio y de frente, caracterís­tica de personas valientes, esa costumbre de echar bala fría cobardemen­te, no pertenece a un barrio como el Centro.

Tepiteños, laguniller­os, tlatelolca­s, guerreros, todos unidos a finales de los ochenta, separados durante la década de los noventa y a la fecha, antes las calles eran nuestras.

Trabajé varios años como taquillero en el Fru-Fru, después me ofrecieron un trabajo en la calle de República de Cuba, cabaret: La Perla, he visto la gloria de esta calle, también su caída. Una lástima que cerraran la librería de Donceles número 12, ahí mis hijos compraban libros a buen precio. Las nieves del Tepozteco, desapareci­eron, las aguas y tortas en las que ahora está un estacionam­iento también.

Los martes, en mi día de descanso, me acodaba en la barra de la cantina Salón Las Diligencia­s, después echaba un trago en El Mariscala, un bar al lado de lo que fue el cine del mismo nombre, hoy también está cerrado, ¿para qué? ¿de qué sirvió?, nos quitaron sitios tranquilos para sembrar delincuenc­ia.

Este lugar a puertas cerradas trabajaba fuera de horario, desde que abrió. Nos obligaban a quedarnos y doblar o triplicar turno. No somos personas, somos números, un mandil, los clientes solo son borrachos a los que debemos exprimirle­s hasta el último peso.

Hace casi un año, cuando levantaron este antro en la esquina, al escuadrón de la muerte lo echaron a golpes cuando empezaron a remodelar, una cajera del restaurant­etienda de enfrente, me dijo que a uno de los perros del escuadrón le reventaron los órganos internos a patadas, era viejo, no fueron policías, fueron personas ajenas a la zona; ¿qué podemos hacer los vecinos?

Lo que fueron nuestras calles antes, queda en el recuerdo de niños jugando, personas caminando sin miedo, una ciudad en la que era posible vivir sin tanto miedo.

La ciudad es un grito muerto en la garganta. Diez sonidos que nos quebraron, porque las personas tendidas en el piso también tenían a alguien, porque los esperan, porque tal vez no era su tiempo. En los surcos del odio estalla un vaso, es una mano que lo deja caer, una mano que antes estaba viva. Todo es confusión, dos de mis compañeros están muertos, ¿para qué?, aquí ganamos una miseria, nos obligan a pedir propina exagerada porque son 15 días sin sueldo cuando eres nuevo y no tienes derecho a el pago si eres un viejo.

Nos desprecian. Parecemos dementes ante los oídos ajenos cuando tratamos de hablar de una ciudad parecida a un diamante, Eje Central era reflejo de la civilidad y belleza de una ciudad con vida nocturna de gran calidad. Estos que acuden a ver a los del movimiento alterado, no parecen catrines, parecen socios, cholos y buchones.

Caballos bailarines, carne exótica, mujeres con implantes y cirugías mal hechas en la nariz, perfumes de mal gusto, efectivo en fajos. Botellas de vino que no podrían distinguir, se pasan el vino como si fuera refresco, total, el ignorante paga de más para sentirse poderoso.

Armani, Bvlgari, existe un olor interno que no cubren las lociones. Oro blanco y relojes toscos, andan descalzos aunque crean que no.

Mi bisabuela se fue sin conocer la maldad, miren que a ella le tocó la Revolución. Las costumbre de llevar maletas de cocodrilos despelleja­dos no tiene belleza, ¿qué puede crecer dentro alguien que escucha al Komander?, no somos piedras, todo lo que enalteces está dentro de ti. ¿Por qué no me quedé a trabajar en El Popular cuando me ofrecieron subirme 40 pesos el sueldo?, nos piden que guardemos la calma.

Pienso en mi hija la mayor, quería trabajar de mesera aquí, me opuse porque nos tratan mal. Escucho llorar a alguien, es una mujer que se abraza a su bolsa, tiene los ojos abiertos, se muerde las uñas, los ojos desorbitad­os parecen agitarse convulsame­nte. Le doy la mano, me araña tratando de calmarse. —Todo estará bien. —No encuentro a mi amiga. —La buscamos cuando podamos salir

—Su hermano me la encargó, se fue al baño. —Hay que quedarnos aquí. —Volverá. Va a regresar, nos van a matar.

Explota en un llanto nervioso. Se arrastra debajo de las mesas hacia el fondo. No somos diferentes a los animales acorralado­s. Nada nos separa de cualquier animal que conozca el miedo. Pienso en mi esposa. Me levanto temeroso. En la salida me detienen, espérate, ningún empleado puede salir. Lo empujo. No somos diferentes, los dos tenemos miedo. Me deja salir porque lo viejos no representa­mos peligro alguno.

Camino hasta República de Cuba. No tardan en hacer un operativo y cerrar todo como acostumbra­n, a sacar dinero de los locatarios de la calle de Cuba, ¿cuánto apuestan que pese a la balacera no van a cerrar este lugar? Van a cerrar otros locales, lleva años sucediendo, es la forma en la que trabajan. Las personas hacen bolitas, todos pelean un taxi, algunos corren hacia Belisario o el Eje.

Me encuentro a uno de mis vecinos en el cruce con Ignacio Allende, me abraza. Dice que mi esposa está buscándome, que la vio hace unos minutos salir para el local. Está buscando a sus hijos que fueron a comprar la cena a los puestos de comida.

Por instinto corro de regreso. Avanzo, doblo en Héroes del 57, otra vez Donceles, las personas corren, las sirenas ensordeced­oras anuncian el final de la fiesta; a unos pasos de entrar al local, me cruzo con Eucario, dice que la persona que disparó subió a una motociclet­a, nadie de la puerta lo detuvo. También lo vi entrar, no venía solo, los que venían con él se quedaron adentro, la seguridad del lugar los conoce, por eso no los detuvieron.

Eucario llora mientras habla, vende dulces en los antros de Eje Central, usa muletas, arrastra con dificultad la pierna, sostiene su caja con fuerza, le metieron un balazo cuando era repartidor de pan para robarle la camioneta. Su papá que tiene 89 años, es violinista de un grupo de mariachis. Personas de trabajo.

Le pido que me acompañe a buscar a mi esposa, mientras cruzo la puerta, un pensamient­o: ¿quién revisa a los que entran? Nadie. No está. Seguro nos cruzamos, por instinto cruzo hacia la Plaza Tolsá, está de espaldas, mirando la estatua remodelada. No puedo evitar reparar en la belleza de la plaza, tan ajena a lo que acaba de ocurrir a un callejón de distancia. Grito su nombre, ella voltea, corre para alcanzarme. Cuando nos peleábamos o cuando estaba triste de niña, ahí se refugiaba. Nos conocimos trabajando como meseros en La Blanca.

Me toma la mano, nos alejamos, en silencio caminamos a casa en nuestro edificio en la calle de República de Venezuela. No se va con nada, tomo su cabello entre mis dedos, su olor me reconforta, esta vez no es posible. Huele a pólvora, a venganza. Deberían cambiar la promoción del lugar, “La diversión va por nuestra cuenta, las balas son nuestra clientela más distinguid­a”.

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