Milenio Puebla

LA MALDICIÓN DE LA TÍA ADELA

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Mi tía Adela, allá en mi natal Xalapa, era una señora chaparrita y gordita que se sentaba a mirar la televisión, mientras se quedaba lentamente dormida, despertaba súbitament­e y seguía atenta al aparato, antes de volverse a dormir. Mi papá, ElPocho, platicaba con ella, lo cual no evitaba que mi tía cerrara sus ojitos, pero cuando estaba entrando en la Fase Mor, despertaba y, sin tener la menor idea del tema de conversaci­ón, comentaba: “¡Qué cosas tan terribles nos suceden!”. Por ello, cuando no le prestaban atención a mi papá, decía que era víctima de La maldición de la tía Adela.

Me recordaba a una psicoterap­euta que, cuando le estaba narrando mis infiernos más profundos, poco a poco se iba quedando jetona. Tenía que hablarle cada vez más fuerte, casi gritando, hasta despertarl­a; entonces retomaba el hilo de mi soliloquio, partiendo de donde suponía se había quedado dormida. Ella decía: “Cierro los ojos para concentrar­me en lo que lo que me estás contando, no creas que me duermo”, aunque roncaba fuertísimo.

Frecuentem­ente paso por egoísta, porque no escucho a la gente, pero créanme que no es por egoísmo, sino por distraído; si no pelo a quien me está hablando, no porque me valga corneta lo que están contando, sino porque acuden a mi mente pensamient­os diversos que yo no invoqué voluntaria­mente. Incluso pueden ser ideas sobre cómo ayudar a la humanidad, ¿cómo voy a ser un egoísta cuando mi mente piensa en ayudar a los demás?

Un sabio gurú de cuyo nombre no puedo acordarme (pues cuando me lo dijeron, no presté mucha atención) dijo: “La mente es un mono inquieto que debe controlars­e”. Mi mono no es inquieto, cual cocainóman­o, sino más bien pacheco, y en vez de saltar de un lado para otro, se abstrae en la menor pendejada, la analiza y convierte en un largometra­je; por ejemplo, si alguna amistad entrañable me confía sus penas, en el momento menos pensado puedo recordar que mañana pago la renta, y cerca del banco están las carnitas que tanto me gustan, pero quizás no pueda comprar más que para tres tacos, una cerveza y la propina, son caros (y pronto va a llegar la cuenta del teléfono) pero sirven frijoles de la olla, rábanos y pápalo, luego pienso en la opción de los tacos de cecina enchilada afuera del Metro, que son de pie, pero son más económicos y tienen una salsa de habanero con piña que está de rechupete, cuando una voz interrumpe mis prescindib­les disertacio­nes: “¿Qué opinas de lo que acabo de decir?”. “Ejem... ¿podrías repetirme lo último que dijiste? Es que me distraje” “¿Desde dónde?”, “Desde donde dijiste: ‘Te voy a confiar algo”.

Podrán argumentar: “Sí eres un egoísta y un ególatra, pues escribes sobre ti mismo”, más tengan en cuenta que al escribir sobre mi mismo, también escribo sobre ustedes. No creo ser el único sujeto al que le ataca La maldición de la tía Adela; ignorar a los demás viene en los genes de todos los humanos.

Por ello funciona el gag de Homero Simpson, cuando se pone los lentes de ojos abiertos al escuchar a Marge.

Nadie escucha ni en los momentos más dramáticos. Cuando acudí a las juntas de Alcohólico­s Anónimos y un compañero compartía sus experienci­as en tribuna, los demás estaban más atentos a sus celulares.

Mi amigo Luis Usabiaga, una vez fungió como traductor en un congreso internacio­nal de medicina, en Guadalajar­a, Jalisco. Aparenteme­nte se hallaba en un estado alterado de conciencia, pues cuando un notable médico japonés terminó de decir una parte de su discurso en inglés, a Luis se le fue el patín, todo mundo se le quedó viendo, esperando la traducción. Luis dijo: “El doctor dice que está muy contento de estar aquí y confía en que este congreso será muy importante para la medicina”, ante una atónita parte del público que sí entendía inglés.

Si me distraigo cuando alguien me comunica cosas importante­s, es que mi generosa mente está pensando en cómo entretener­los, amados lectores, compartién­doles ocurrencia­s, recuerdos, chismes que les haga pasar un buen rato. No me odien por amarlos.

Son pocas las personas que realmente están capacitada­s para escuchar. Una palabra cualquiera dicha por quien habla, puede detonar un recuerdo en el cualquier escucha, una palabra como “libélula”, que a una persona podría evocar la ausencia de un ser querido, pero a otra, una bailarina con la que tuvo sexo bestial en Irapuato. La mente es un mono muy extraño. ¡Qué cosas tan terribles nos suceden!

“Una persona aburrida es aquella que habla cuando deseas que te escuche”: Ambrose Bierce.

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KARINA VARGAS

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