¡Las leyes, las leyes y las leyes!
¿El problema más apremiante de la humanidad? La condición de desigualdad de las mujeres. De entrada, son ellas más de la mitad de la población mundial. Más mujeres que hombres. O sea, mayoría. Así que, ustedes dirán.
Algo tan evidentísimo, sin embargo, no alcanza la categoría de una absoluta urgencia en la agenda pública. Y, el debate se diluye muchas veces en apreciaciones que trasladan la atención hacia otros lados: el tema de origen es el machismo, me decía una amiga. Es decir, una cuestión
cultural como la propensión primigenia de las personas a sacar provecho del prójimo o a abusar de los más débiles. Pues, ya puestos, hablemos también del racismo, de la xenofobia, del chovinismo y de todos los impulsos que resultan de la mentalidad tribal. Pero, justamente, para eso están las leyes y para eso existe el enorme entramado jurídico que da sustento a las sociedades civilizadas: antes de comenzar a transformar la psique de un macho o de explorar las profundidades del alma de un fanático intolerante, estableces todo un sistema legal de sanciones, prohibiciones, normas y garantías que aseguren la igualdad de manera institucional. Así de simple (y así de complejo, al parecer, porque en una inmensa mayoría de los países a las mujeres no se les asegura todavía la plena igualdad salarial ni se castiga tampoco a quienes las discriminan laboralmente).
El instinto de matar lo llevamos muy seguramente todos nosotros, en mayor o menor medida, oculto entre la infinita espesura de los atavismos humanos. En algún momento de la evolución, ese impulso sirvió tal vez para apuntalar los intereses superiores de la especie. De la misma manera, el deseo de avasallar mujeres o de intimidar a los otros individuos de la horda sigue bien latente en muchos hombres. Pero, por lo pronto, la tarea a realizar no está ahí, en un ámbito tan totalmente personal que cualquier intervención externa resulta no sólo complicada sino muy poco rentable. El espacio natural para la acción está en las leyes fundamentales de las naciones y, sobre todo, en los códigos secundarios (porque, como ya hemos visto, la solemnísima consagración de todos los derechos habidos y por haber en las Constituciones termina siendo pura letra muerta). Ahí también es donde se combate esa otra epidemia, tan “cultural” como el machismo, llamada corrupción. Pues eso.