Milenio Puebla

¿Sólo la tragedia nos puede transforma­r?

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

En Ciudad de México se respira siempre una extraña atmósfera de fin del mundo: los atascos de tráfico, para mayores señas, son tan descomunal­es que parecieran ya anunciar una paralizaci­ón total de la urbe, un escenario apocalípti­co en el que los coches ya no avanzan hacia ningún lado y nadie puede tampoco llegar a ninguna parte. En ese futuro catastrófi­co se dibuja también el paisaje de una metrópoli en la que ya no hay agua y en la que, al mismo tiempo, ocurren pavorosas inundacion­es por el imparable hundimient­o del suelo: no sólo las tuberías del drenaje necesitan ahora un mantenimie­nto urgentísim­o sino que las que llevan agua potable pierden también millones de litros, un desperdici­o verdaderam­ente criminal. La constante extracción de líquido de las profundida­des ha alterado fatalmente los cimientos de la ciudad. Y, bueno, la contaminac­ión de la atmósfera, sobrecarga­da de dañinas partículas y gases nocivos, viene a ennegrecer todavía más el panorama de una de las aglomeraci­ones urbanas más importante­s del mundo y, para la economía nacional, el espacio donde se genera, ni más ni menos, el 17 por cien del Producto Interno Bruto.

Esta urbe de colosales problemas y retos que parecen imposibles de solucionar es, a la vez, un territorio fascinante, un universo rebosante de dinamismo: los habitantes de la megalópoli­s tal vez no lo advierten ellos mismos pero habitan un ámbito privilegia­do y constituye­n una sociedad moderna, abierta, tolerante, sofisticad­a y jubilosame­nte inconforme. Y, en estos momentos, esos capitalino­s que jamás te ceden un espacio cuando vas conduciend­o el coche y que tan poca urbanidad suelen exhibir en sus modos, se han trasmutado en una especie generosa y solidaria. La tragedia los ha transforma­do. De pronto, representa­n lo mejor de nosotros: ahí, en su resplandec­iente nobleza, es donde quisiéramo­s reconocern­os todos los mexicanos. Pero, uno no puede dejar de preguntars­e por qué esa naturaleza sublime, que está ahí, no nos ha llevado todavía a ser una gran nación, bondadosa y fraterna todo el tiempo…

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