Un ojo al gato y otro al garabato
quello se meneaba como el agua en la batea. Agarré al Muka, mi perro que temblaba como un poseso, y vi cómo todas las cosas eran vomitadas por los libreros. De la cantina se abismaban las botellas y copas que se estampaban en el suelo, derramando su oloroso líquido. No era mi primer terremoto, pero éste estuvo por encima de toda sospecha. Me acababa de bañar y apenas estaba con los pantalones puestos y, como todos en la cuidad, pensé que me cargaba la chingada.
Hacía apenas unas horas que había hecho con puntualidad mi simulacro telúrico y calculé que en 40 segundos sí podía llegar con tiempo a la calle. No era cierto; los temblores tienen sus propios protocolos.
Pensé en todos allá afuera y supuse, con mi alma de chilango catador de sismos, que sería un infierno y que, de sobrevivir, me encontraría con un caos como el del 85. Mismo terror, misma angustia, 32 años después.
Ya que todo se detuvo, la otra pesadilla: buscar a tus familiares con un desesperante ir y venir de las espectrales señales telefónicas e internéticas. Todo el mundo lo sabe, todos lo vivieron, no hay nada más democrático que un movimiento tectónico.
Una vez contactada la parentela, salí a buscar a mi hija y a mi mujer. Fue un suplicio cruzar la ciudad. El caos y también la solidaridad. Aunque no faltaban los maniacos, crecía la prudencia y el apoyo para los necesitados. Eso te devuelve la fe en los compatriotas, en la chilanguiza huevuda que levanta los escombros, comparte sus celulares y te da un abrazo con los ojos llorosos.
Tremenda la gente que, de manera espontánea, organiza el tráfico, ofrece su hombro y trata de devolver en cada tramo el orden perdido.
Pero mientras ocurrían todas estas emociones y escudriñabas el entorno, era claro que por un lado la autoridad no cumplió con su primera tarea de hacer un recuento de edificios dañados desde el 85 y contribuir a su reforzamiento o demolición y, por otro lado, algo todavía peor: el pulpo especulero inmobiliario, que por años ha venido encareciendo a la Ciudad de México, no solo construyó edificaciones de a tres pesos que vendían como si estuvieran en Abu Dhabi, sino que lo hicieron con materiales de bajísima categoría.
Hay que tener el ojo en el rescate y la recuperación, en el salvamento y la reconstrucción, pero también hay que tener el otro ojo en los constructores y los funcionarios corruptos con los que se coludieron para levantar esas carísimas trampas de la muerte.
Los gobernantes solían presumir que la CdMx estaba preparada para toda crisis y contingencia, que a lo largo de los años se había acumulado información y experiencia necesarias para enfrentarlo todo. Hoy sabemos lo mismo que hace dos años: que la sociedad civil rebasa a las autoridades, y con las redes sociales disponibles, más todavía.
Dos días después los brigadistas están a cargo de aliviar la circulación en las principales vialidades.
Un ojo al gato y otro al garabato.