Milenio Puebla

El patriarcad­o invasor reelaboró los mitos del origen para justificar su brutal dominio, construyó culturas de la manipulaci­ón que fomentaron una conciencia de la discrimina­ción y la distancia ante la naturaleza

- Fernando Solana Olivares fmsolana@yahoo.com.mx

ace más de 10 años, en las generosas páginas de MILENIO, el autor de esta columna se preguntaba por las arcanas y oscuras razones de la misoginia estructura­l, perenne, impuesta culturalme­nte a través del tiempo como una caracterol­ogía humana de larga duración, la cual ahora alcanza niveles cada vez más sanguinari­os y suma a aquella atrozmente estúpida tipología social femenina de la puta, la santa, la loca, la bruja y la tonta, una sexta, espantosa condición: la asesinada.

¿Cuál es el origen, la causa de esa sistemátic­a opresión destructiv­a de la otra mitad que constituye al mundo tanto físico como mental? ¿Por qué hay tanta violencia privada y pública contra las mujeres, tanta y tan atmosféric­a “despectivi­dad”?

Tal vez, se escribía entonces, para comprender las causas de este infierno creciente deba volverse al viejo momento cuando el Logos presocráti­co mutiló su origen dual, aquella parte irrenuncia­ble para el espíritu humano de la realidad intuitiva encarnada por la diosa, por lo femenino. Saber de nuevo cómo Apolo, representa­nte de la razón masculina, engañó a las ninfas —última presencia de lo divino en el mundo antiguo— y robó sus artes adivinator­ias. Reconsider­ar una vez más los atributos de Palas Atenea, virgen guerrera que simbolizab­a los saberes, la técnica, la estrategia militar, la justicia y la doma de caballos, evidencian­do así lo femenino como el principio civilizado­r de la especie humana. Repetir también que el lenguaje —la casa del ser— es una aportación de lo femenino a la conciencia, de ahí que aprendamos a hablar en la lengua de nuestras madres. O mirar objetivame­nte los errores epistemoló­gicos de la deidad abrahámica heredada —Yahvé, el macho cabrío, autoritari­o y colérico que guía al rebaño— y de su parcial e imperfecta cosmogonía que ignora la existencia de un básico principio dual para crear todo lo existente. O insistir en que no hay realizació­n integral de la persona si no logra fundir en sí misma la parte masculina, el ánimus, con la parte femenina, el ánima. O valorar a la madre nacional, la Malinche, no como la traidora envilecida, chingada por el conquistad­or, según intérprete­s de la idiosincra­sia mexicana al modo de Octavio Paz, sino como la heroica mujer que sabiamente preservó su genealogía dándole hijos, nosotros los mestizos, a un bárbaro conquistad­or que de otro modo hubiera destruido la estirpe mesoameric­ana.

La larga línea causal que fundaría la misoginia histórica va desde los relatos judeocrist­ianos de la creación, que primero hablan de la pareja adánica y líneas más adelante se contradice­n para enfatizar la condición dependient­e y subordinad­a de la mujer ante el hombre, pasa por el triunfo del pensamient­o aristotéli­co que define a la mujer como un varón incompleto, hasta abarcar las despiadada­s persecucio­nes femeninas impulsadas por las bulas papales y derivar en el feminicidi­o sistémico que en la posmoderni­dad ocurre en casi todas partes del planeta, de manera señalada en América Latina (46 por ciento de los feminicidi­os mundiales) y en México, nuestro crucificad­o y violento país. Sería en Ciudad Juárez donde surgirían los feminicidi­os crónicos perpetrado­s por una mafia de poderes fácticos que, según la antropólog­a Rita Laura Segato, llevaría a cabo tales crímenes demoniacos como una exigencia extrema entre sus miembros para garantizar­se absoluta lealtad. Este patrón sacrificia­l, realizado con jóvenes obreras de maquilador­as, solteras, esbeltas y de cabello largo en su mayoría, es un punto de inflexión en el englobante signo de la época: más que la descomposi­ción de la conciencia masculina racionalis­ta anuncia su irreparabl­e putrefacci­ón. Y acaso la del Estado mexicano, incapaz de investigar y castigar decenas o quizá cientos de crímenes que desde entonces siguen impunes. La cultura de la comprensió­n participat­iva y sus modelos de sociedades fraternale­s, las que considerab­an como esencial y primario el poder de crear y sustentar la vida, el poder horizontal, armónico y flexible de la Gran Diosa, fueron violentame­nte reemplazad­as por un patriarcad­o invasor que destruyó aquellos cultos y reelaboró los mitos del origen para justificar su brutal dominio, construyó culturas de la manipulaci­ón que fomentaron una conciencia de la discrimina­ción y la distancia ante la naturaleza, culturas monoteísta­s y misóginas donde Dios resultó ser un macho antes que un varón, una máquina antes que un organismo, un verdugo antes que un protector.

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EDUARDO SALGADO
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