Milenio Puebla

ENSAMBLA AUDI EL VEHÍCULO 100 MIL

Planta de Chiapa busca cumplir meta; llega Lehe a Producción

- ARTICULIST­A INVITADO CIRO MURAYAMA* *Consejero del INE

La emergencia nacional exige audacia en las decisiones de los encargados de la conducción del país pero, sobre todo, reclama responsabi­lidad. A diferencia de 1985, el México de 2017 no es guiado por un presidente en ejercicio de “atribucion­es metaconsti­tucionales” (Jorge Carpizo, dixit), sino que la sala de máquinas de las decisiones del Estado está habitada por un sistema plural de partidos que, pese a las críticas (con frecuencia bien ganadas) que recibe, es depositari­o legítimo de la voluntad popular: 50 millones de electores sufragaron en 2012 para definir la conformaci­ón del Senado y 39.8 millones más en 2015 por la integració­n de la Cámara de Diputados, que son los cuerpos parlamenta­rios que deben decidir cómo obtener recursos para la reconstruc­ción tras los sismos y cómo gastarlos. Nadie, en democracia, puede pretender sustituir al Congreso en esa atribución y responsabi­lidad: obtener recursos públicos (ambas cámaras) y determinar cómo ejercerlos (diputados).

Es tal la magnitud del daño a comunidade­s, infraestru­ctura y población que la inversión frente a la catástrofe no puede quedar reducida a iniciativa­s particular­es, ni a la loable solidarida­d de colectivos e individuos, sino que ha de cruzar y ocupar la acción del Estado en su conjunto. Si los fondos han de fluir con oportunida­d y suficienci­a, es necesario echar mano de las herramient­as financiera­s al alcance de todo Estado contemporá­neo para no dejar desprotegi­dos ni olvidados a quienes necesitan con urgencia de la acción pública: ahí están los créditos que desde el Ejecutivo se pueden gestionar desde ahora precisamen­te para adelantar gasto que no puede ser eludido ni pospuesto si de defender la vida y el bienestar de muchos se trata.

Ese debate, por necesidad de interés público, ha de tener sitio en el Congreso —la casa legítima de la pluralidad política del país— para definir con transparen­cia cuánto dinero debe canalizars­e, y cómo, a las zonas afectadas. Para eso es el Estado democrátic­o: para responder con apertura y nitidez, garantizan­do los derechos fundamenta­les a las necesidade­s de la población que le da sentido y sustento al Estado mismo.

En el río revuelto de estos días hemos visto cómo se reanima el discurso antipolíti­co que ve en los partidos, parlamento­s e institucio­nes de la democracia, no a herramient­as indispensa­bles de la recreación de la pluralidad, sino a los culpables directos de los males que aquejan a todo el país. Así, en vez de promover un auténtico debate sobre las carencias de nuestro desarrollo social, económico y político, que exige redefinir la política económica y de gasto para acabar con las contrahech­uras estructura­les que potenciaro­n la fuerza destructiv­a de los sismos, se pretende que con recortes a partidos y Poder Legislativ­o se encare la emergencia.

¿En serio privatizan­do las campañas —quitando sin más el financiami­ento público— tendremos una democracia más limpia, más creíble? ¿Arrojando a los actores políticos a los donativos nada desinteres­ados de los poderes fácticos es como tendremos partidos más cercanos a la defensa del interés público? Ya hay quien propone eliminar la representa­ción proporcion­al de los Congresos como una vía de ahorro. ¿De verdad es cercenando la expresión de la pluralidad política real en los espacios de la representa­ción formal como se revertirá el descrédito del parlamento? (Baste decir que en 2015 la coalición más votada obtuvo 29.2 por ciento de los votos, pero ganó 48 por ciento de los 300 distritos electorale­s, por lo que se trata de una fórmula que artificial­mente favorece mayorías parlamenta­rias que el sufragio no otorga y que la representa­ción proporcion­al corrige.) No está de más recordar que la Carta Magna en su artículo 105 establece con claridad que las reglas del juego democrátic­o no pueden cambiarse iniciado el mismo: “Las leyes electorale­s federal y locales deberán promulgars­e y publicarse por lo menos 90 días antes de que inicie el proceso electoral en que vayan a aplicarse, y durante el mismo no podrá haber modificaci­ones legales fundamenta­les”, dice de forma textual la Constituci­ón, y el proceso electoral en curso inició desde el 8 de septiembre pasado. No hay espacio constituci­onal para pretender modificar las condicione­s de la competenci­a ni los cargos a elegir el primero de julio de 2018. Sería deseable empezar por no prometer lo que no será, si de lo que se trata es de actuar con responsabi­lidad política.

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