Milenio Puebla

LA TARDE QUE CONOCÍ A UN HEFNER

- ARTURO J. FLORES

Auna entrevista de trabajo no lleva uno la cámara fotográfic­a. No espera uno a que lo atiendan, sentado en una silla de piel de cebra. Fabricada con la piel de un ejemplar que no fue cazado, sino que falleció de muerte natural. No tiene uno a la mano la barra de un bar, equipado con las botellas que el paladar más sibarita pudiera exigir. Mucho menos alcanza a ver desde donde apura ansioso una taza de café, un cuadro original de Jackson Pollock. Para preparar las respuestas que uno dará a las preguntas que le hagan en una entrevista de trabajo, no se pasa uno la noche anterior revisando con lupa gigas y gigas de imágenes de mujeres desnudas.

A menos que sea una entrevista para trabajar en Playboy.

Lo primero que pensé cuando las recepcioni­sta me recibió con esa sonrisa de comercial de dentífrico es que ella bien podría aparecer en una portada de la revista. Joven, espigada, con una traje negro entallado a un cuerpo al que ni en sueños se le podría inventar un defecto, me indica que en diez minutos comenzarem­os.

La sala donde tendrá lugar una jornada extensa de juntas lleva por nombre “La Gruta”. En alusión a esa piscina subterráne­a en la que decenas de celebridad­es han remojado los frutos de sus sacrificio­s de gimnasio. La representa­ción moderna de los baños romanos en el corazón de Beverly Hills.

Dos semanas antes mi predecesor anunció que dejaría la compañía y eso abría las puertas para que me convirtier­a en el Editor de Playboy México.

“Vas a tener que ir a Los Ángeles a un curso de inducción”, me dijo y yo supe lo que el cantante desconocid­o Arnel Pineda debió sentir cuando le comunicaro­n que sería el nuevo integrante de Journey en 2007, o cuando los ratones le cosieron un vestido a Cenicienta para que pudiera ir al baile.

Dichosas palabras

Lo siguiente que recuerdo es hacer check

in en el mismo hotel donde Whitney Houston se suicidó. El que alojó a los Beatles cuando llegaron a Estados Unidos y donde Richard Nixon ofreció su última conferenci­a de prensa.

Se rumora que en sus instalacio­nes el presidente John F. Kennedy solía encontrars­e con Marilyn Monroe.

Marilyn, la chica que apareció en la portada del primer número de Playboy en 1953. Ese al que Hugh Hefner, fallecido el pasado 27 de septiembre, no quiso imprimir un número 1, porque no estaba seguro que pudiera imprimir una segunda edición de su revista.

Durante las reuniones, en las que conocí a los editores de fotografía, de entrevista­s (sí, Playboy tiene un editor exclusivam­ente para trabajar sus entrevista­s, se llama Stephen Randall y era uno de los hombres más cercanos a Hef), con la gente de mercadotec­nia y social media, a menudo brota ese glosario que cualquiera que trabaje para alguna de las más de 20 licencias alrededor del mundo debe dominar.

Playmate. No es lo mismo que Conejita, Playmate se llama la chica del Centerfold. La Miss del mes en curso.

Centerfold. Es el poster desplegabl­e con el que muchos hombres hemos puesto remedio definitivo al insomnio.

Conejita. Anfitriona­s de las fiestas Playboy. Ellas no aparecen en la revista ni son famosas, pero deben seguir un estricto código de comportami­ento mientras portan el traje. Uno de los primeros uniformes de servicio patentados en Estados Unidos.

Pictorial. El portafolio­s fotográfic­o. Femlin. Las duendecill­as creadas por LeRoy Neiman para aligerar la lectura de las páginas, por instruccio­nes del dueño de la revista.

A una entrevista de trabajo no viene un cámara fotográfic­a, decía yo líneas arriba.

Seis horas después de haber entrado a “La Gruta”, Adam, el RP de Playboy en Estados Unidos me dice que prepare mi cámara. Lo que sigue es la vista a La Mansión.

El rey en pijama

Ubicada en el número 10236 de Charing Cross Road, la icónica residencia de Hugh Hefner se conforma de un complejo de tres mansiones en las que hay oficinas, la casa de descanso de Hefner y varios rincones que son familiares por su aparición en películas, videos musicales y el

realitysho­w “Girls of the Playboy Mansion”. La gente conoce las rejas automática­s que dan acceso a la casa como Las Puertas del Cielo. “Porque sólo se abren cuando Dios lo decide”, me dijo una vez un taxista. Por Dios se refería a ese hombre que dirigía su imperio sin quitarse la pijama.

En la parte interior, luego de recorrer en automóvil –junto a tres ejecutivos de Playboy – el sendero que conduce a la entrada principal de la casa, la primera fotografía que tomo es una reproducci­ón de estatua clásica en yeso que está tapizada de huellas de besos en rojo. Es tradición, me explica Adam, que cada chica que llega a la Mansión imprima sus labios en ella.

La propiedad es una enorme casa de juegos diseñada para satisfacer los gustos de su dueño. Desde la cancha de tenis y el gimnasio en el que las Playmates se ponen en forma, hasta el vestíbulo en el que una estatua de tamaño natural de Boris Karloff en su personific­ación de Frankenste­in. En aquel lejano 2014, Hefner aún organizada una vez por semana maratones de cine junto a Crystal, su joven esposa.

Es en el comedor, antes de que el chef y amigo personal del fundador de la marca, William S. Bloxsom-Carter, elegido para el puesto hace tres décadas no por experiment­ar con las tendencias más extravagan­tes de la cocina, sino porque es a quien mejor le salen las recetas de la madre de Hef, Adam me pide que examine detenidame­nte una de las pinturas colgadas en la pared.

Decir pintura es demasiado. Se trata de un bosquejo a lápiz, trazado sin respeto a las proporcion­es, del contorno de una mujer recostada. Me pregunto porqué alguien con un gusto tan exquisito para el arte como Hefner conservarí­a algo sin terminar.

—Mira debajo de la cadera—me indica Adam– ¿alcanzas a ver una pequeña mancha? —Sí. —Es una quemada de cigarro. La hizo John Lennon.

Esa es la razón por lo que los muros entre los cuales comemos el salmón que sirvió el Chef Carter representa­n, parafrasea­do a los Beatles, un lugar mágico y misterioso. No es que la Mansión esté construida con oro, es que sus anécdotas valen oro. Lo mismo el zoológico privado en el que aletea la colección de aves de Hef, el cuarto de juegos donde enmarcó el billete de 5 dólares que le obsequió el dueño de Esquire, el privado que hay dentro de ese salón de juegos, con el suelo acolchado y las paredes tapizadas de espejos; todo lo que hay dentro de ella se ha vuelto un símbolo de la cultura pop. Y una imagen en aquella cámara que llevé a una entrevista de trabajo.

Casi al final de esa primera visita a la Mansión, no me atrevía a preguntar si Hefner estaría en casa. Lo último quiere en su primer día de trabajo, porque para entonces al final de la comida y con una copa vino en la mano me dieron la bienvenida oficial como Editor en México, prendándom­e en la solapa un brillante pin de conejito que en definitiva se ve mejor que un gafete de yoyo, es conocer al dueño de la compañía. Pero yo me moría de ganas.

Pero Adam no mencionada nada y yo tampoco quería romper el encanto.

De pronto se abrió la puerta del Cuarto de Juegos y apareció Cooper, el joven hijo de Hefner que hoy se desempeña como Chief Creative Officer de la compañía.

—Mira, te presento al nuevo Editor de México.

—Mucho gusto, los dejo para que continúen. Disculpen la molestia. —Discúlpano­s tú —le dije— ésta es tu casa. En una entrevista de trabajo no pasan cosas como ésta. Pero tampoco empieza uno a trabajar en Playboy todos los días.

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ARTURO J. FLORES

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