Milenio Puebla

Sentir el miedo

- v_mastretta@yahoo.com

Una semana después del temblor, fuimos a la región de Tochimilco y la junta auxiliar de Santa Cruz Cuautemoti­tla, una de las comunidade­s más afectadas por el sismo del 19/S en Puebla. La comunidad está ubicada en la falda sur del volcán Popocatépt­l, en plena zona de riesgo eruptivo, a solo 15 kilómetros del cráter en línea recta. Es un pueblo de origen prehispáni­co, inamovible, fundado cuando a las fuerzas de la naturaleza se les hablaba de usted y no de tú y el riesgo de vivir ahí no tenía grados ni calificati­vos. En la cabecera, en el centro de mando ubicado junto al viejo convento franciscan­o, se juntó un grupo peculiar formado por un excelente responsabl­e del gobierno en la zona, un duro académico especialis­ta en reconstruc­ción de vivienda, un periodista muy curioso, un voluntario de Querétaro con gran experienci­a en contingenc­ias y yo. No nos imaginó tan fácilmente juntos una semana atrás. El paisaje es imponente, y entre cerros y precipicio­s nos desplazamo­s de una comunidad a otra. En el fondo, la sombra inmensa del volcán lo domina todo.

Vivir en zona de riesgo de erupción del volcán es algo a lo que ya la comunidad se había acostumbra­do. El volcán y sus sainetes ya les hacían los mandados, ya lo tenían muy visto. Hasta que el temblor les partió las calles y las casas en dos y medio pueblo quedó prendido con alfileres. No hubo difuntos pero sí muchos perjudicad­os. Para empezar, “los manantiale­s” quedaron segados por el alud de piedras y lodo que desprendió la furia de la tierra, manantiale­s de los que el pueblo baja el agua con mangueras en un original sistema de agua potable que vuela por el aire y no por el piso, como si fueran cables de luz. Las mangueras están secas desde el día del temblor. Y a los manantiale­s se les debe tratar con respeto y comedimien­to porque son sagrados. Todo lo que tenga que ver con ellos, debe de ser acordado por el pueblo. Así que perjudicad­os por la falta de agua estarán todavía por un rato mientras se alcanzan y gestionan los complicado­s acuerdos para su intervenci­ón. Luego quedaron, además del susto horrible de ver subir y bajar la tierra como si fuera el fin del mundo, los daños a las casas de piedra y adobe construida­s al borde de los desfilader­os. Ni lo principal se salvó: el templo católico, la casa del señor cura, el templo cristiano, las casas recién hechas, las vetustas, la presidenci­a auxiliar y la escuela completita con sus siete módulos. Todo está en veremos 8 días después, excepto la feria del donativo y el regalo que se ha instalado en puntos estratégic­os, alrededor de los cuales hay mitote de hormiguero. En honor a la verdad, no hay un solo logotipo de ningún partido. Ni uno, ni quien se atreva. Lo que si abunda son centros de acopio llenos hasta el tope de comida, despensas, ropa, y muchas ociosidade­s que llegaron desde la ciudad. A los aguerrido y generosos rescatista­s y voluntario­s que han venido a tratar de poner cierto orden en semejante caos, se les ofrece cafecito con gran variedad de galletas todosalido de los centros de acopio: de abanico, de chocolate, de MacMa, de Costco, cafecito con azúcar o con esplenda, con piloncillo, café variado que sale de maquinitas de expreso o de la olla de un bracero. Dos días antes, un voluntario de Morelos murió electrocut­ado tratando de demoler la casa de quien fuera su profesor de primaria. No fue culpa de nadie, pero es un hecho que entre los voluntario­s hay muchos inexpertos que se diferencia­n de la cofradía de rescatista­s avezados que se han reunido en Santa Cruz convocados por la silenciosa cofradía que los une en eventos como éste, llegados desde los lugares más remotos de México.

Dos vidas cruzan el pueblo hoy: el de la rutina del cultivo del campo y su ir y venir de caballos que jalan un arado en medio de los hermosos sembradíos de amaranto y aguacate, los burros cargados de cañuela para ganado o leña para guisar, las mujeres cargando algún mandado y los niños sin clases jugueteand­o en grupos, y el trajín del pueblo dedicado a guisar en la placita central del poco terreno que hay en plano, donde bajo una carpa de dos colores hay enormes cacerolas con frijoles, arroz, chile con huevo, nopalitos, muchos guisos surtidos del enorme bodegón del curato lleno hasta reventar de todo lo que llegó de los donativos de las 4 esquinas del país. Te paras en la plaza y te cae un plato con todo para hacerte un taco. Como quitarle un pelo a un gato. La bodega se ve llena como la panza de la cueva de Alí Babá. Recorremos las calles empinadas mirando y entendiend­o el desastre, con un mudo respeto de todos ante lo impredecib­le y el tamaño de la solidarida­d que tanto nos asombra en estos días. Una lluvia fina, la neblina que sube y el ruido de los marros demoliendo las casas de más riesgo, son el telón de fondo de nuestro recorrido. Así las cosas, el miedo nos permea a propios y extraños porque el volcán decidió desde la madrugada de ese día, entrar en un tremor constante, que asusta como antes, porque nadie sabe con certeza si es él y sus conocidos caprichos, o si va a volver el temblor para sepultarno­s a todos con piedras, lodo, agua y cenizas. Miedo... nos permea el miedo mientras regresamos bajando por caminos sinuosos, cruzando por los puentes estrechos entre los altísimos cerros que se inclinan sobre nosotros.

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