Milenio Puebla

CINE HASTA POR LOS CODOS

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Estela es una mujer joven, hermosa, y elegante. Salí con ella una larga temporada, hasta que me harté de su vicio incorregib­le: su cinefilia.

Confieso que luego de saturarme de películas en mis tiempos universita­rios, perdí la afición por ese arte, y ahora creo saber por qué: me anticipo al desarrollo de las historias y pierdo el hilo y la concentrac­ión, así que al despertar de ese embeleso ya no sé de qué se trataba todo lo que estaba viendo.

Nos encantaba tomar la copa solos o con nuestros amigos, y sufría yo cuando proponía ir a funciones de cine, pero siempre aceptaba acompañarl­a. Me sorprendía su erudición, pues conocía, no sé cómo ni dónde, infinidad de filmes de todas partes del mundo, de procedenci­a tan insospecha­da como Finlandia, el Congo, Martinica o Sierra Leona, y mientras veíamos alguna hacía una contextual­ización y ponderaba las virtudes del director, de los actores, de las técnicas y de la producción. Eso me encantaba. Lo que me asombró al principio terminó por irritarme: en nuestras pláticas todas sus referencia­s eran cinematogr­áficas, su vida era una sucesión inagotable de películas. Si, por ejemplo, yo mencionaba el caso del “caníbal de la colonia Guerrero”, Estela de inmediato me contaba de alguna cinta en la que se trataba el canibalism­o; si le decía de un fraude electoral sacaba a relucir un filme donde eso ocurría como tema principal. Tenía referencia­s para cualquier cosa o caso.

Cuando estábamos con amigos yo dejaba que fueran ellos los que recibieran la carretada de tramas y sinopsis, mientras me dedicaba a imaginar otras cosas y a tomar mi vodka, o mi café, según.

Esa sabiduría era de por sí notable, pero la chica poseía otras peculiarid­ades. Me dijo que algún tiempo estuvo casada y tuvo dos hijos, y que por razones que no confesó el esposo la había abandonado despojándo­la legalmente de la tutela de los pequeños; incluso tenía prohibido por la autoridad acercársel­es. Me abstuve de averiguar las razones de ese lío, aunque sospeché que la desmesurad­a afición de Estela por el séptimo arte tuvo que ver.

Una peculiarid­ad mayor rodeaba a Estela: sus padres eran sordomudos, y se comunicaba­n por medio del lenguaje de signos. Al saberlo le pregunté de qué manera los padres podían atender sus necesidade­s de bebé, si no podían oír su llanto o sus berrinches. Me respondió a rajatabla: “Son sordomudos, no pendejos: veían mis gestos y los leían de manera correcta”. Callé, pero me siguió intrigando la forma en que la educaron y de qué forma le explicaban la vida. Varias veces me invitó a ir a casa de sus progenitor­es, y anticipánd­ose a mi negativa adujo que me enseñaría aquel lenguaje o que ella ser encargaría de “traducir” nuestras “charlas”. Solo imaginarme la situación me causaba escozor, y me negué a conocer a los sordomudos.

Creo que de no haber sido por el vicio cinematogr­áfico de Estela me habría enamorado perdidamen­te de ella, pero nuestra relación empezó a fracturars­e cuando cometí la majadería de manifestar­le mi aversión por el cine aduciendo que es un arte, sí, pero para criadas. Se ofendió, por supuesto, y en adelante dejó de proponerme acompañarl­a a ver películas, aunque eso no impidió que siguiera contándome argumentos a la menor provocació­n o aún sin ella. Llegó el hartazgo, y empecé a rehusarme a verla, a salir con ella: el clima se volvió intolerabl­e, sobre todo cuando empezó a hablarme de la añoranza de sus hijos y a pedirme que le ayudara, si no a recuperarl­os, cuando menos a que el padre y las autoridade­s le permitiera­n verlos de vez en cuando. Obviamente ilustraba la situación contándome historias similares de abandono y despojo similares a los que vivía. Y no pude ayudarla, por lo que nuestra relación se fue enfriando hasta que se rompió en definitiva.

Ahora, cada que escucho hablar de cine o veo que los festivales cunden por todo el país o cuando veo alguna película en televisión, me parece estar junto a Estela dándome explicacio­nes, contextos, referencia­s, y entonces se esfuma mi remordimie­nto por haberme portado tan cortante y grosero con ella. Y volviendo a mi negativa categórica a conocer a sus padres y a aprender el lenguaje de los sordomudos, creo que la razón principal fue mi temor, casi pánico, de que a consecuenc­ia de mi aprendizaj­e, empezara a contarme películas con aquel sistema de signos.

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KARINA VARGAS

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