Luego de millones de muertos en el tiránico esfuerzo colectivizador o en el Gulag, sabemos que lo que triunfó no fue la utopía, sino la pesadilla
l centenario de la Revolución rusa pasa por una doble condición. Por un lado, prácticamente ningún historiador —sea cual sea su interpretación de este proceso— podría dejar de verla como uno de los acontecimientos fundamentales del siglo XX, por lo que reflexionar sobre ella aún es indispensable. Por otra parte, comprobadas y asumidas todas las atrocidades y horrores que produjo no solo para Rusia sino en toda Europa del Este y otras partes del planeta, su celebración se hace imposible.
Durante muchos años la desinformación, propaganda y encantamiento que produjo la revolución bolchevique fueron dominantes. La visión epopéyica que brindaba en la pantalla grande El acorazado
Potemkin, de Eisenstein, y el periodismo comprometido de John Reed en sus Diez
días que estremecieron al mundo, influyeron notablemente entre los intelectuales de todo el orbe, que tardaron décadas en reconocer que el experimento comunista había encallado frente a un iceberg policiaco y represivo.
Lo asombroso es que antes de que surgiera la propaganda más burda, libros como el de Reed exponían los temas medulares sin eludir las responsabilidades reales del sujeto revolucionario que los apasionaba. Por eso en el prefacio de su famosa obra el periodista sabía que había que responder ciertas preguntas que son las que a los historiadores del futuro les harán decidir si los acontecimientos de octubre fueron una revolución o un golpe de Estado: “Buen número de preguntas se ofrecerá al espíritu del lector: ¿qué es el bolchevismo? ¿En qué consiste la forma de gobierno implantada por los bolcheviques? ¿Por qué, estando ellos a favor de la Asamblea Constituyente, la disolvieron enseguida por la fuerza? ¿Y por qué la burguesía, hostil a dicha Asamblea hasta la aparición del peligro bolchevique, se entregó después a su defensa?”
Hay que recordar que, en medio de la Primera Guerra Mundial y participando en ella penosamente (primero por capricho e interés familiar del zar y luego por la estupidez del gobierno provisional de Kerensky), Rusia vivió no una, sino dos revoluciones. En la primera, la de febrero, los liberales consiguieron que abdicara la dinastía de los Romanov; en la segunda, la de octubre, los bolcheviques se hicieron del poder total mediante un conjunto de violentas maniobras que sorprendieron a sus ingenuos compañeros del Congreso panruso (socialistas revolucionarios, mencheviques, centristas y hasta anarquistas).
A pesar de que esta revolución ha sido contada de muchas formas románticas, en las que las masas obreras y campesinas toman por asalto el Palacio de Invierno, la revolución, como anota John Lukacs, tuvo poco de real: “Lenin y sus seguidores se limitaron a tomar unos cuantos edificios gubernamentales abandonados. A continuación tuvo lugar una especie de guerra civil entre las distintas fracciones rusas, que duró al menos tres años”.
Pero antes, era necesaria (para que la historia no se desviara del curso que, según la dialéctica materialista de Marx, debía tener) la disolución de la Asamblea y de toda forma de democracia burguesa que retrasara el ascenso del proletariado al poder.
Y es que, como lo dice el propio Reed, “las clases poseedoras querían una revolución solamente política que, arrancando el poder al zar, se lo entregara a ellas. Querían hacer de Rusia una república constitucional a la manera de Francia o de Estados Unidos, o incluso una monarquía constitucional como la de Inglaterra. Ahora bien, las masas populares querían una verdadera democracia obrera y campesina”, si bien ésta tuvo que adoptar, como se vio de inmediato, la monstruosa forma de la “dictadura del proletariado”. Fue así que el absolutismo zarista se transformó en absolutismo bolchevique: la voluntad de Dios se convirtió en la voluntad de la clase obrera, justamente el estrato social del que más carecía la Rusia de entonces por su escaso desarrollo industrial y que hacía imposible, desde la teoría marxista, el triunfo de la revolución comunista. Las certezas de Marx sobre la imposibilidad de la revolución proletaria en un país que apenas acababa de dejar atrás la servidumbre, fueron ignoradas audazmente por los bolcheviques, quienes suplieron esta ausencia con su innegable genialidad estratégica, disciplina espartana (luego terrorista) y una capacidad organizativa sin parangón. Lo que triunfó en 1917 no fue la voluntad del pueblo (que, por cierto, era el nombre de la organización revolucionaria más importante anterior a los bolcheviques, responsable de la muerte del zar Alejandro II), sino la de un partido convencido de que la democracia “burguesa” era un estorbo, la idea de que el objetivo de la igualdad está por encima de las libertades y, ante todo, la convicción moral e ideológica de que si para traer el cielo a la Tierra es necesario pasar por el infierno, es poco el precio. Tras millones de muertos en el tiránico esfuerzo colectivizador o en el Gulag donde terminaron revolucionarios, artistas, intelectuales y gente que ni siquiera supo la razón de su condena, sabemos que lo que triunfó no fue la utopía, sino la pesadilla. Cien años después, no muchos en términos históricos pero sí para la desmemoria de los pueblos, es urgente no olvidarlo.