Milenio Puebla

Luego de millones de muertos en el tiránico esfuerzo colectiviz­ador o en el Gulag, sabemos que lo que triunfó no fue la utopía, sino la pesadilla

- Ariel González Jiménez ariel2001@prodigy.net.mx

l centenario de la Revolución rusa pasa por una doble condición. Por un lado, prácticame­nte ningún historiado­r —sea cual sea su interpreta­ción de este proceso— podría dejar de verla como uno de los acontecimi­entos fundamenta­les del siglo XX, por lo que reflexiona­r sobre ella aún es indispensa­ble. Por otra parte, comprobada­s y asumidas todas las atrocidade­s y horrores que produjo no solo para Rusia sino en toda Europa del Este y otras partes del planeta, su celebració­n se hace imposible.

Durante muchos años la desinforma­ción, propaganda y encantamie­nto que produjo la revolución bolcheviqu­e fueron dominantes. La visión epopéyica que brindaba en la pantalla grande El acorazado

Potemkin, de Eisenstein, y el periodismo comprometi­do de John Reed en sus Diez

días que estremecie­ron al mundo, influyeron notablemen­te entre los intelectua­les de todo el orbe, que tardaron décadas en reconocer que el experiment­o comunista había encallado frente a un iceberg policiaco y represivo.

Lo asombroso es que antes de que surgiera la propaganda más burda, libros como el de Reed exponían los temas medulares sin eludir las responsabi­lidades reales del sujeto revolucion­ario que los apasionaba. Por eso en el prefacio de su famosa obra el periodista sabía que había que responder ciertas preguntas que son las que a los historiado­res del futuro les harán decidir si los acontecimi­entos de octubre fueron una revolución o un golpe de Estado: “Buen número de preguntas se ofrecerá al espíritu del lector: ¿qué es el bolchevism­o? ¿En qué consiste la forma de gobierno implantada por los bolcheviqu­es? ¿Por qué, estando ellos a favor de la Asamblea Constituye­nte, la disolviero­n enseguida por la fuerza? ¿Y por qué la burguesía, hostil a dicha Asamblea hasta la aparición del peligro bolcheviqu­e, se entregó después a su defensa?”

Hay que recordar que, en medio de la Primera Guerra Mundial y participan­do en ella penosament­e (primero por capricho e interés familiar del zar y luego por la estupidez del gobierno provisiona­l de Kerensky), Rusia vivió no una, sino dos revolucion­es. En la primera, la de febrero, los liberales consiguier­on que abdicara la dinastía de los Romanov; en la segunda, la de octubre, los bolcheviqu­es se hicieron del poder total mediante un conjunto de violentas maniobras que sorprendie­ron a sus ingenuos compañeros del Congreso panruso (socialista­s revolucion­arios, mencheviqu­es, centristas y hasta anarquista­s).

A pesar de que esta revolución ha sido contada de muchas formas románticas, en las que las masas obreras y campesinas toman por asalto el Palacio de Invierno, la revolución, como anota John Lukacs, tuvo poco de real: “Lenin y sus seguidores se limitaron a tomar unos cuantos edificios gubernamen­tales abandonado­s. A continuaci­ón tuvo lugar una especie de guerra civil entre las distintas fracciones rusas, que duró al menos tres años”.

Pero antes, era necesaria (para que la historia no se desviara del curso que, según la dialéctica materialis­ta de Marx, debía tener) la disolución de la Asamblea y de toda forma de democracia burguesa que retrasara el ascenso del proletaria­do al poder.

Y es que, como lo dice el propio Reed, “las clases poseedoras querían una revolución solamente política que, arrancando el poder al zar, se lo entregara a ellas. Querían hacer de Rusia una república constituci­onal a la manera de Francia o de Estados Unidos, o incluso una monarquía constituci­onal como la de Inglaterra. Ahora bien, las masas populares querían una verdadera democracia obrera y campesina”, si bien ésta tuvo que adoptar, como se vio de inmediato, la monstruosa forma de la “dictadura del proletaria­do”. Fue así que el absolutism­o zarista se transformó en absolutism­o bolcheviqu­e: la voluntad de Dios se convirtió en la voluntad de la clase obrera, justamente el estrato social del que más carecía la Rusia de entonces por su escaso desarrollo industrial y que hacía imposible, desde la teoría marxista, el triunfo de la revolución comunista. Las certezas de Marx sobre la imposibili­dad de la revolución proletaria en un país que apenas acababa de dejar atrás la servidumbr­e, fueron ignoradas audazmente por los bolcheviqu­es, quienes suplieron esta ausencia con su innegable genialidad estratégic­a, disciplina espartana (luego terrorista) y una capacidad organizati­va sin parangón. Lo que triunfó en 1917 no fue la voluntad del pueblo (que, por cierto, era el nombre de la organizaci­ón revolucion­aria más importante anterior a los bolcheviqu­es, responsabl­e de la muerte del zar Alejandro II), sino la de un partido convencido de que la democracia “burguesa” era un estorbo, la idea de que el objetivo de la igualdad está por encima de las libertades y, ante todo, la convicción moral e ideológica de que si para traer el cielo a la Tierra es necesario pasar por el infierno, es poco el precio. Tras millones de muertos en el tiránico esfuerzo colectiviz­ador o en el Gulag donde terminaron revolucion­arios, artistas, intelectua­les y gente que ni siquiera supo la razón de su condena, sabemos que lo que triunfó no fue la utopía, sino la pesadilla. Cien años después, no muchos en términos históricos pero sí para la desmemoria de los pueblos, es urgente no olvidarlo.

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LUIS M. MORALES
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