Víctimas en busca de salvadores embusteros
No es mérito nada menor invertir los papeles y que hayamos logrado engatusar a los mismísimos adalides del capitalismo, por no hablar de que el “imperialismo yanqui” se haya trasmutado ahora en una entelequia inoperante
Vivimos tiempos de desencanto ciudadano en los que las voces de los engañadores suenan fuerte
Solíamos ser nosotros los avasallados, los oprimidos, los despojados. Pues no, miren. Se apareció Donald Trump en el escenario y cambió tajantemente el relato: ahora son ellos, los estadounidenses, quienes sufren las iniquidades del vecino abusivo. De pronto, quienes sacamos provecho de una relación desigual, y hasta injusta, somos los mexicanos: les quitamos sus empleos, inundamos sus tiendas con nuestros productos, hacemos quebrar sus empresas, les vendemos tomates y aguacates que sus agricultores no logran producir a tan bajo precio, fabricamos los coches en que se mueven, en fin, resultamos los ganadores de la contienda comercial, los que hicimos mejor negocio.
No es mérito nada menor, si lo piensas, eso de invertir los papeles y de que hayamos logrado engatusar a los mismísimos adalides del capitalismo, por no hablar de que el “imperialismo yanqui” se haya trasmutado ahora en una entelequia inoperante. Deberíamos de estar profundísimamente orgullosos de tan descomunal empresa pero, caramba, pareciera que no hemos todavía advertido la dimensión histórica que alcanza la gesta. Digo, en mis tiempos íbamos de explotados lloriqueantes y ahora resultamos los más listos, los que le sacan ventaja a la nación más poderosa del planeta. Y lo más alucinante de todo es que el mismísimo presidente de Estados Unidos de América no tiene reparo alguno en reconocer que hemos sido los más astutos en los acuerdos celebrados. De pellizcarte el antebrazo, para comprobar que no estás soñando.
Naturalmente, las cosas no pueden seguir así. El diagnóstico ha sido elaborado pero, justamente por ello, ha llegado el momento de pasar a la acción: Trump, luego de denunciar que el Tratado de Libre Comercio de América del Norte es “el peor acuerdo comercial jamás celebrado” y un “desastre”, avisa que su Gobierno “tendrá tal vez que derogarlo”. Y a partir de ahí —si es que él toma unilateralmente la decisión o que endurece deliberadamente los términos del TLCAN para que sus socios se retiren— retornarán, como por arte de magia, los empleos que ha perdido la clase media estadounidense, sus fábricas volverán a producir los bienes que ahora exportan las plantas maquiladoras mexicanas y la balanza comercial con Canadá y México recobrará su justo equilibrio. “AmericaFirst!”, o sea.
Lo interesante de esto, más allá de las consecuencias reales que vaya a tener la terminación del acuerdo, es que la retórica del actual inquilino de la Casa Blanca sí conecta con una buena parte de la población de su país. Los políticos se dedican en permanencia a prometer bondades y provechos, desde luego, pero esto es otra cosa, a saber, una sorprendente manifestación de primitivismo en una sociedad que uno creería mínimamente inmune al canto de sirenas de los populistas mentirosos.
La deriva nacionalista era ya perceptible durante la campaña presidencial, es cierto. Ahora, sin embargo, ha llegado el momento en que las advertencias, las baladronadas, las bravatas y los desplantes se están trasmutando en políticas públicas concretas o, por lo menos, en propósitos abiertamente declarados aunque el sistema de contrapesos entre los Poderes en los Estados Unidos limite las atribuciones del presidente. Y así, se están implementando medidas que, dirigidas a complacer a esa base electoral que sigue siendo incondicionalmente leal a Trump, resultan en el fondo muy perjudiciales para los verdaderos intereses de la nación norteamericana. Entre otros objetivos, The
Donald pretende volver al aislacionismo de la década del treinta del siglo pasado, instaurar un sistema económico proteccionista, desconocer las responsabilidades de su país como el gran líder de las naciones liberales y aplicar castigos directos a sus vecinos. Todo esto, avalado por unos votantes suyos que, aquejados de ese victimismo colectivo teñido de resentimiento y revanchismo que tanto amenaza a nuestras democracias, parecen enteramente dispuestos a dispararse a los pies sin siquiera darse cuenta de ello.
Vivimos tiempos de desencanto ciudadano en los que las voces de los engañadores suenan muy fuerte. Pero, por favor, ni España es una dictadura ni el régimen de Enrique Peña es “genocida”; ni el Gobierno de Miguel Mancera es “fascista” ni los mexicanos emigramos ilegalmente a los Estados Unidos para “violar” gente; ni “fue el Estado” ni las palas mecánicas desmembraron a personas vivas enterradas luego del terremoto en la capital de la República…
La lista de infundios podría seguir interminablemente pero a cada noticia falsa debemos oponerle, por principio, la voz de la razón. Me permito, a propósito del problema catalán, reproducir unas líneas de un artículo de opinión de Lluís Bassets aparecido recientemente en el diario El País: “… el actual grado de autogobierno, [es] el mayor de la historia de Cataluña y uno de los más amplios que puedan observarse en los Estados descentralizados en el mundo”. Pues sí, la aspiración de tener un Ejército propio y de ejercer una total soberanía es ciertamente legítima, pero de ahí a comparar a Rajoy con Franco hay un trecho insalvable.
El sufrimiento de muchísima gente es algo muy real en unas sociedades crecientemente desiguales e injustas como las nuestras. Sin embargo, no tener un buen salario no significa que no haya democracia o que el sistema electoral no sirva para nada. Y, sobre todo, no son los populistas como Trump y los de su calaña quienes que, a punta de embustes, de azuzar divisionismos y de despertar oscuros rencores lograrán crear un mundo mejor. Al contrario, el derrumbe de los valores de la democracia liberal es lo que será en verdad pernicioso para todos. Para todos por igual, incluidos los que más agraviados se sienten ahora.