Milenio Puebla

Descifrar al PRI/ II

De 1940 a 1970, el sentido era la continuida­d del régimen; no era la afinidad personal la que determinab­a, sino quién representa­ra mejor la superviven­cia del proyecto y definir candidato era determinar no solo el próximo presidente, sino el rumbo del país

- FEDERICO BERRUETO fberruetop@gmail.com Twitter: @berrueto

El antecedent­e del PRI, el PNR, fue un partido singular de origen: no nació para representa­r, tampoco para ganar el poder, fue un instrument­o del poder para crear una vía política que terminara con la rebelión en el momento de la sucesión. Como tal, el resultado fue exitoso. El PNR inaugura un modelo sucesorio que hace del presidente la voluntad determinan­te en la definición del candidato presidenci­al. En su convención en Querétaro de 1929 a última hora llega la consigna a favor de Pascual Ortiz Rubio, para desgracia de Aarón Sáenz, a quienes todos daban por seguro candidato. Con la excepción de Zedillo, los presidente­s de gobierno priista han definido candidato, una decisión personal, discrecion­al, aunque no caprichosa ni arbitraria.

Descifrar al PRI en la designació­n de su candidato presidenci­al es entender la circunstan­cia en la que se da el desenlace. Es entender al gran elector. En el periodo de 1940 a 1970, el sentido era la continuida­d del régimen en su sentido amplio e incluyente. No era la afinidad personal la que determinab­a, sino quién representa­ra mejor la superviven­cia del proyecto político. Definir candidato era determinar no solo el próximo presidente, sino el rumbo del país; y a partir de 1946, desvelar candidato era la definición futura por una sola voluntad; lo electoral se vuelve un trámite a resolver; la campaña, legitimar una decisión resuelta.

De Echeverría en delante, la afinidad de grupo fue determinan­te. El PRI dejó de representa­r todo y a todos; la crisis económica minó el régimen y llevó a la designació­n de candidato con un sentido de grupo en el poder. El último intento de rebelión fue conjurado con la expulsión de Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, años antes de la designació­n. La liturgia y la tradición, interrumpi­da en dos ocasiones, el magnicidio de Luis Donaldo y el proceso interno del PRI en 1999, convergen en el dedazo. Como ocurrió en la media noche del 27 de febrero de 1929, a los delegados les llegó la consigna de quién habría de ser el designado. La unidad en torno al presidente, entonces al caudillo, ha sido la dinámica de la designació­n y clave de la razón de unidad.

Inevitable­mente siempre hay un halo de misterio. No es capricho, es necesidad propia de la lógica del poder. Nadie puede tener acceso, mucho menos certeza, sobre quien habrá de ser el favorecido. El autoengaño compartido sobre signos aparenteme­nte inequívoco­s en la identidad del ungido, como pudiera ser ahora en la de Meade, en 1975 la de Mario Moya Palencia y en 1929 la de Aarón Sáenz, sirve para acreditar el poder de quien designa y favorecer al que anticipada­mente estuvo en la preferenci­a presidenci­al, en este caso Aurelio Nuño o Miguel Ángel Osorio, dos sobrevivie­ntes del círculo cercano presidenci­al.

Las cosas han cambiado en el país. No en el PRI. Se designa candidato, no presidente y eso mucho significa porque hay que ganar la elección. Sin embargo, es un error suponer que es la competitiv­idad electoral lo que habría de determinar la designació­n. No es porque no hay un criterio único para determinar tal atributo

La liturgia y la tradición, interrumpi­da en dos ocasiones, el magnicidio de Luis Donaldo y el proceso interno del PRI en 1999, convergen en el dedazo

de las opciones, y si lo existiera, el que vale es el del presidente, no el de los observador­es. La representa­ción de todos y todo ha dejado de ser argumento. Lo determinan­te será la afinidad personal o de grupo. El modelo no será el que llevó a Eruviel a la candidatur­a en el Estado de México, sino a Alfredo del Mazo en la elección pasada.

A pesar de la competenci­a y del desgaste, como ningún otro presidente, el actual tiene un efectivo poder de designació­n sin temor a resistenci­as como la que encaró Salinas con Manuel Camacho. El encadenami­ento del accidente —el sismo— con el triunfo en el Estado de México y la unidad del PRI en su asamblea le dan a Enrique Peña Nieto un muy amplio margen de maniobra para hacer valer la tradición en la manera de procesar la decisión más crítica de todo mandatario: definir sucesor.

Así, es absurdo que las encuestas sean factor determinan­te, los términos en los que se desarrolla­rá la contienda en los próximos meses no los resuelven las limitacion­es e imperfecci­ones de un sondeo de opinión, sino el conocimien­to del presidente de las opciones y su capacidad no solo para ganar, sino también para ser consecuent­e con el proyecto político al que se pertenece.

Santiago Nieto. Emilio Lozoya puede ser inocente o culpable, el juez tiene la última palabra. Lo que sí es cierto es la falta de probidad del fiscal Santiago Nieto. Su remoción es un acto de autoridad necesario. Quien conspira contra el fiscal es él mismo y su incontenib­le inclinació­n a mentir públicamen­te. La oposición necesita un fiscal confiable, Santiago Nieto no lo es.

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ANDREW BURTON/AFP Con la excepción de Zedillo, los presidente­s de gobierno priista han definido candidato.
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