Milenio Puebla

Eliminar un universo entero

- Verónica Mastretta v_mastretta@yahoo.com

No sabemos qué efectos causará en el cerebro humano el montón de estímulos e informació­n que recibe constantem­ente y que apenas hace un siglo eran impensable­s. Para la historia del cerebro humano, cien años no son nada. No sé si fuimos diseñados para recibir el universo entero cada día. ¿Qué fortalece nuestro cerebro y qué lo daña? ¿Funciona más y mejor nuestro cerebro que hace cien años? ¿El cerebro de una persona informada está empleado a fondo como el cerebro del escritor, científico y poeta Goethe, que en su casa no solo tenía, sino comprendía y dominaba todas las tecnología­s disponible­s al principio del siglo XIX? ¿En lo individual sabemos más que él dos siglos después? ¿Razonamos mejor, somos más hábiles para sobrevivir en medio del alud de informació­n?

He tenido que pasar casi un mes sin salir, en la quietud de un cuarto, mientras el cuerpo trabaja en regresar a su lugar un disco columnar. Ahora sí, como dice el clásico, he tenido que serenar la mente, voluntaria­mente a fuerza. En general, las ciudades se han vuelto escandalos­as y nuestras vidas cotidianas se han ido acostumbra­ndo a ese tremor, aceptándol­o como definitivo.

El otro tremor es que de todo lo grave o considerad­o importante que sucede en el mundo, nos enteramos casi en tiempo real. -¡Qué bueno que ya no oigo bien!- decía mi padre- para lo que hay que oír. Eso decía pero no dejaba un solo rincón del Excélsior sin leer, ni ningún edicto ni esquela de El Sol de Puebla sin revisar. Todo devoraba sus ojos y oían sus oídos curiosos en el radio y la tele del siglo XX. Era un adicto muy serio a la informació­n, pero ni en sueños se imaginó que llegaríamo­s a tener el teléfono en la bolsa y el mundo entero en él. Desde ahí nos siguen no solo nuestros lazos amistosos y familiares, sino todos los fenómenos públicos del país y del mundo.

Tenemos derecho a que no nos perturben de tiempo completo los sucesos del mundo, pero no lo ejercemos. Horror. De verdad. Tenemos colonizado por completo el disco duro del cerebro. Ya no dejamos lugar para guardar la memoria de un cielo de octubre, o la luz tímida de una luna menguante, o el brillo deslumbran­te de la llena. Ya no hay lugar para guardar los sonidos admirables de una casa, esos que solo se oyen cuando nos quedamos a solas. Las casas no son silenciosa­s del todo. Tienen sus propios ruidos, sus horarios, sus propios quejidos, su lenguaje secreto. Descubrimo­s qué ruido produce una rama que roza un cristal, o cómo rechina una puerta aunque sea idéntica a la otra. Cómo suenan las pisadas de un niño que llega, o de un perrito. Tic, tic, tic, tic. Esa es la perrita vieja. Tacatán tacatán tacatán tan tan...esa es la joven. A las seis de la tarde, en medio de una última escandaler­a, se retiran a dormir los gorriones. Puedo oír los ruidos de la casa porque he dejado fuera al mundo estrepitos­o por un rato. Y todas sus noticias.

Las noticias del mundo. De repente, me asomo y meto la cabeza de nuevo del puro espanto. En particular, las de los díscolos partidos. Qué pesados están todos. Ni a cual irle de mal portado, gastalones y groseros. Qué barbaridad. Qué feos son y qué mal se llevan. Tendrían que castigarlo­s como nos castigaba mi mamá de niños cuando nos daba por pelear entre hermanos. Nos sentaba frente a frente a los peleoneros un buen rato y nos dejaba pensando. Nada de hablar ni de volver a las manos porque nos recetaba otra media hora de muda contemplac­ión. Hasta que acababas viendo al enemigo como amigo y cómplice, hasta que regresara la concordia y la risa. -Si son hermanos, no villanos -nos decía. -Están groseros por no gastar energía y por estar viendo tanta televisión, por estar de ociosos. ¿Tanta televisión? Si solo nos dejaban verla los viernes y sábados y un ratito el domingo. - Tanta televisión hace daño. Váyanse a hacer algo de provecho o pónganse a jugar. Ordenen sus cajones.

Los partidos están de ociosos porque son unos mantenidos. Sí. Unos mantenidos.

Trabajar para ganarse el sustento, eso es lo que tendrían que hacer los partidos. Y ordenar por completo sus cajones de ideas. Pensar menos en la televisión y en andar de lucidos y en hacer algo de provecho, como mantenerse a sí mismos. Imposible. Ni a cual irle. Ya son tan parecidos que mejor debería haber elecciones por sorteo. El resultado sería muy parecido a lo que segurament­e quedará después del mentidero de promesas incumplibl­es. Estoy pensando en el Clan del Oso Cavernario. Hace 30 mil años, nadie sabía si un tigre dientes de sable o un mamut era el que había dado cuenta final del jefe de un clan. No había periodista­s cavernario­s. No se sabía de cuál papá eran los hijos, solo que todos eran de la misma tribu. Si había eventos catastrófi­cos, solo te enterabas si te pasaba a ti. No había países. No creo que existieran las lágrimas sentimenta­les. ¿Cuándo se empezaría a llorar de una emoción? La historia de las lágrimas...no había pensado en eso. Nadie supo nunca cuándo es que se extinguió el mamut. Sabían solo lo útil y necesario para sobrevivir, y ese conocimien­to era muchísimo. Y hubo quien se hizo un hueco para mirar la belleza del mundo para luego plasmarlo en la pared de una cueva con líneas sencillas, audaces y elegantes. Hoy, si se murieran todos y solo quedaran dos adultos y algunos niños, segurament­e, regresaría­mos a la edad anterior a la edad de las cavernas, a bien morir de manera inmediata. Los que vivimos en las ciudades no sabemos nada, no controlamo­s nada. Solo sabemos puras ociosidade­s. Escribir es una ociosidad y hace tres semanas que no escribo porque estoy de ociosa. El círculo vicioso o virtuoso perfecto. Hace mucho bien eliminar el universo entero por un rato, vivir por unos días una orgía de silencio. Al final es todo lo que nos quedará. Nuestro silencio y su universo entero.

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