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En el libro HighHitler, el escritor y periodista alemán Norman Ohler estudia la ingestión de drogas en el III Reich. Su consumo incluía a la población civil, al ejército y al mismísimo Führer
Cuando se creía que sobre los nazis ya todo estaba escrito, sorprendió la publicación en Alemania en 2105 del libro Der totale Rausch ( La intoxicación total), fruto de una investigación de cinco años del periodista y escritor Norman Ohler. La televisión le ganó a los grandes grupos editoriales la “traducción” al español, pues en los canales especializados en programas especiales sobre hechos históricos hay al menos dos que tratan el tema. Pero bueno, con el título High Hitler. Las drogas en el III Reich (Crítica; España, 2016; México, 2017) el lector puede acercarse al libro de Ohler.
La investigación sigue dos vertientes: la ingestión de una metanfetamina llamada Pervitin, en alemán (pervitina, en español) entre la población civil y el ejército, y la creciente adicción de Adolfo Hitler a los fármacos a partir de la relación que establece con el doctor Theo Morell, quien se convertirá en su médico de cabecera. Indirectamente, antes de entrar a su tema, Ohler realiza una historia de la industria farmacológica alemana, que puede considerarse la mejor del mundo. Él se remonta a principios del siglo XIX: por un lado está el artista Goethe, consumidor de láudano, quien, anota Ohler, consideraba que “la propia génesis del ser humano estaría inducida por la droga”; por otro, más importante, el genial químico de 21 años Friedrich Wilhelm Sertürner, el cual estaba experimentando con el opio. Sertürner aisló la morfina y consiguió la cura para el dolor, pero al mismo tiempo se descubrió el “estado de bienestar” que producía. El farmacéutico Emanuel Merck vislumbró la veta comercial; Ohler postula 1827 como el año del nacimiento “de la industria farmacéutica alemana en general”. En 1850, con el invento de la jeringa, el uso de la morfina como analgésico alcanzó nuevas proporciones. La segunda mitad del siglo XIX vio el nacimiento del vino Mariani (“un burdeos con extracto de coca”), de la Coca- Cola, de la aspirina y de la heroína.
En las primeras décadas del siglo XX, las empresas alemanas dominaban el mercado de morfina, heroína y cocaína, que eran de gran pureza. Ohler pinta un panorama un tanto exagerado de lo que fue la República de Weimar (1918-1933), es decir, del término de la Primera Guerra Mundial al triunfo del nazismo, porque parece que toooda la población estaba siempre en la nube. En los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936 los deportistas estadunidenses debieron buena parte de su éxito a la anfetamina llamada bencedrina (hoy ilegal). Tomándola como modelo, el director general de laboratorios Temmler, Fritz Hauschild, impulsó la elaboración de una sustancia potenciadora a partir de investigaciones japonesas previas. En 1937 sus esfuerzos se vieron coronados y patentó su metanfetamina con el nombre comercial de Pervitin. El soma, la droga que anunció Aldous Huxley en su novela Un mundo feliz (1932), había llegado. Se lanzaron incluso bombones con pequeñas dosis de la droga (“Los bombones Hildebrand alegran siempre”). Obviamente la pervitina tenía efectos secundarios negativos, pero eso no les interesaba a los productores.
Aunque los nazis se oponían al consumo de cualquier droga —Hitler era vegetariano—, aprovecharon los efectos potenciadores de la pervitina para tomar la ofensiva a principios de la Segunda Guerra Mundial, con la estrategia llamada “guerra relámpago”. Los alemanes atacaron por la frontera de Bélgica, un lugar que no esperaban Inglaterra y Francia, un territorio difícil de cruzar, para lo cual necesitaban que los soldados no durmieran durante al menos tres días y lo lograron con ayuda de la pervitina. A los soldados se les daba sus dosis en su canasta básica; el escritor Heinrich Böll se hizo adicto a ella y la consumía todavía después de la guerra. Aunque hubo médicos que pedían que se controlara por los efectos secundarios, su uso y abuso continuó. En este modo de usar la droga, los nazis se anticiparon a los norteamericanos en Vietnam. Los jerarcas nazis pensaron que además de ser un potenciador físico, la pervitina pudiera llegar a incrementar la capacidad intelectual, pero esto no fue ni será posible. Que quede claro: una droga no quita lo burro y esa pretensión es lo que hace ver a neurocientíficos poco serios como farsantes.
Llegamos ahora el asunto que originó la investigación de Ohler: cómo Hitler se volvió un consumidor de drogas. Ohler cuenta que al descubrir el archivo del doctor Theo Morell, encontró notas referentes a un “paciente A” al que se le administraban inyecciones diarias de “sustancias extrañas”, cuyas dosis se fueron paulatinamente incrementando. ¿Por qué sucedió esto? Arriesgamos la siguiente explicación: mientras el Partido Nazi fue oposición en Alemania y hasta que inició la Segunda Guerra Mundial (1919-1939) Hitler, vegetariano como se anotó renglones arriba, tenía un buen equilibrio físico y mental. Una vez en el poder, defendió la pureza de sangre de la raza aria oponiéndose al consumo de cualquier droga, implantando castigos severos a quien transgrediera está ley. (Esta exigencia no llegó a sus colaboradores cercanos; Hermann Göring era adicto a la morfina). Ohler señala que estableció su política antidrogas porque él quería ser la droga del pueblo. Dio su anuencia al consumo de la pervitina porque así podía tener supersoldados en apariencia. Cuando el curso de la guerra se fue complicando y el estrés aumentó, es que apareció el médico. Que la relación de Hitler con el doctor Theo Morell abarcara el periodo final de 1941 a 1944, entonces, no resulta arbitrario. Con todo y que el doctor escribió que cuidaba mucho las dosis que le administraba, no deja de impresionar el tipo de drogas que Hitler consumía. Como muestra está el narcótico para “entendidos” llamado Eukodal, cuyo poder era el doble de la morfina. Una cita de William Burroughs, que Ohler utiliza, es iluminadora: “El Eukodal es una mezcla de cocaína y morfina. Cuando se trata de pergeñar algo realmente pérfido, hay que contar con los alemanes”. Por las heridas que le dejó un fallido atentado, se hizo adicto a la cocaína. Pero para que Hitler “funcionara” no se le daba una sola droga, sino un coctel de ellas. En algún momento, Ohler insinúa que por la droga Hitler no tomó las decisiones adecuadas, pero acepta al final que fue un estratega mediocre desde siempre. La Alemania nazi estaba destinada a perder la guerra.