Milenio Puebla

Poblanos celebran a sus muertos entre comida, flores y música

En el panteón de La Piedad casi todos los asistentes portan cubetas, palas y escobas. Algunos ríen entre ellos y charlan animados mientras recorren los pasillos del campo santo

- POR RAFAEL GONZÁLEZ/PUEBLA FOTOGRAFÍA AGENCIA ENFOQUE

Entre comida, flores, música y disfraces se acuerdan poblanos de sus muertos. “En el dolor de su ausencia, no podemos más que recordarlo­s”, comenta la señora Martha Hernández, quien acudió al panteón de La Piedad para visitar y colocar unos ramos de cempasúchi­l, nubes, motitas y terciopelo en las tumbas de sus padres.

“Vengo año con año, desde hace diez. Primero por (el fallecimie­nto de) mi padre y después por mi mamá. Ella tiene cinco, casi seis, que nos dejó y todavía me duele. Vengo limpio sus tumbas, retiro las hierbas y les coloco sus flores. Rezo un rato y platico con ellos. Eso me desahoga mucho”, apunta sin poder contener las lágrimas que resbalan por sus mejillas.

Mientras tanto, en la parte exterior y en la zona asignada para estacionam­iento compiten por ganarse la atención de los visitantes los vendedores de carnitas, tortas, comida, frituras, fruta, aguas frescas y flores.

Para agilizar el tránsito y evitar que se estacionen en sitios prohibidos se despliega en las avenidas aledañas un dispositiv­o de seguridad en el que interviene­n agentes de Vialidad, Policía Municipal y Bomberos.

Ante la afluencia de visitantes, la mayoría adultos y de la tercera edad, la puerta de acceso al camposanto se delimitó en dos, con la ayuda de vallas: una es la entrada y la otra la salida. Casi todos respetan la indicación.

Entre los asistentes se encuentran algunos infantes. Aunque son los menos, resaltan porque hay algunos disfrazado­s. Las niñas de Catrina. Dos portan sendos vestidos que le dan forman a la caracteriz­ación.

El conglomera­do se desplaza a la parte posterior del cementerio. En la primera sección son pocos los que se detienen. Aunque ahí las construcci­ones resaltan por sus detalles y decorados, se nota que son años de ausencia y las lapidas lo confirman. Hay restos que suman cien o más años.

Casi todos los asistentes portan flores, cubetas, palas y escobas. Pocos visten de negro. El color del luto. Algunos escuchan música en su celular empleando el altavoz.

Incluso algunos ríen entre ellos y charlan animados mientras recorren los pasillos del campo santo.

En lo único en que coinciden es que todos guardan silencio cuando llegan ante el recinto que guarda los restos de sus seres queridos y en que limpian lapidas y floreros.

Al panteón llega una mujer. Viste totalmente de negro. Cogida a su mano derecha va un niño y en la izquierda sujeta un ramo de flores blancas. Aunque es mayor se mantiene delgada. Como ella, el ramito también es menudo.

Avanza lentamente al ritmo del menor, que contara con unos cinco años de edad. Él lleva en su mano diestra un muñeco de plástico. Al parecer es un súper héroe. Lo desgastado de su pintura no permite distinguir.

Ambos avanzan hasta llegar a una tumba que se nota poco atendida. Ella se detiene. Observa el roto florero y coloca el ramito. Sin mediar palabra se da la vuelta y retorna sobre sus pasos. Ni diez segundos estuvo.

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Colocan ramos de cempasúchi­l, nubes, motitas y terciopelo en las tumbas.
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Limpian las tumbas de sus difuntos.

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