Tiempos inquisitoriales
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Alo largo de la historia, la censura, la persecución de las ideas, el castigo a las disidencias, el silenciamiento de las voces distintas y de los pensamientos que no se pliegan a lo establecido han provenido del poder. Así ha sido desde que la humanidad se organizó en estamentos y gobiernos, desde la antigüedad esclavista hasta la modernidad capitalista (que incluye a los “socialismos” totalitarios).
Hoy día, sin embargo, la intolerancia, los anatemas y las condenas no provienen tanto del Estado como de una parte de la propia sociedad, la cual se ha constituido — sobre todo desde las llamadas redes sociales— en una nueva versión del tribunal del Santo Ofi cio y de los regímenes stalinistas y nazi-fascistas que no permitían la discrepancia y la sancionaban de la manera más implacable.
El imperio de la corrección política se ha convertido en una nueva Inquisición cada vez más intransigente y fanática que penetra no solo en los hechos públicos, sino en la vida cotidiana de todos y cada uno de nosotros. Lo que hacemos, lo que hablamos, lo que pensamos es cada vez más vigilado. No por la policía secreta o los órganos de inteligencia estatales, sino por miles de repentinos jueces, quienes desde la oscuridad clandestina que brindan las mencionadas redes juzgan y condenan a todo aquel que se atreve a pensar y comportarse de manera diferente a lo establecido por ellos. Lo más desconcertante es que sea gente que se dice progresista la más dada a caer en la tentación inquisitorial.
Antiguos movimientos libertarios como el feminismo o el de la lucha por los derechos humanos, por ejemplo, se han visto copados por personas histérica y neuróticamente maniqueas que no admiten el menor criterio contra sus dogmas y certezas. Publicar una opinión propia es arriesgarse a ser vilipendiado por esta cohorte de aprendices de brujo, parapetada en la oscuridad más ignominiosa.
Son tiempos de oprobio: los tiempos de la canalla anónima y del Santo Oficio de lo políticamente correcto.