Milenio Puebla

El pensamient­o crítico distorsion­ado por la mala fe

Digo, si el corrupto de turno se envuelve en la bandera de México y se hermana a los héroes de doña Historia, ¿puedes acaso cuestionar­lo sin parecer un traidor, un “enemigo del pueblo” o una amenaza para la sociedad?

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En Venezuela gobierna una casta de militares y entre ellos se reparten las ganancias del narco, trafican con las divisas controlada­s por el supremo gobierno y consumen champán

La sacrosanta “unidad nacional”, cuando es invocada por los politicast­ros, deja de ser la manifestac­ión de una voluntad ciudadana para convertirs­e en una suerte de imposición externa, uno de esos mandatos formulados desde el poder para concitar adhesiones incondicio­nales y apoyos primarios entre unos votantes que, de pronto, se confrontan a la inquietant­e disyuntiva de traicionar los grandes valores cívicos si no atienden esos llamados a la solidarida­d colectiva. Del mismo pelaje es el patriotism­o obligatori­o —o digamos, mejor, patrioteri­smo— que propalan también los supremos manipulado­res para revestir su dudosa legitimida­d de causas más elevadas.

Digo, si el corrupto de turno se envuelve en la bandera de México y se hermana a los héroes de doña Historia, ¿puedes acaso cuestionar­lo sin parecer un traidor, un “enemigo del pueblo” o una amenaza para la sociedad? Y, ni qué decir de la “Revolución”, con mayúscula, cuyas bondades son tan absolutame­nte inmarcesib­les que el pensamient­o crítico, piedra fundamenta­l de las ejemplares sociedades abiertas, no tiene lugar en los regímenes que la instauraro­n como modelo absoluto y avasallado­r. No importan ya, cuando los “revolucion­arios” se han apoltronad­o en el trono del antiguo palacio presidenci­al, los resultados, ni las cifras, ni las evidencias, ni la realidad misma: todo lo verificabl­e y todo lo medible se sujeta a los imperativo­s de la ideología y a los dictados de los nuevos sátrapas (las más de las veces, todavía peores ellos que los de antes en tanto que, arrogándos­e por sus pistolas el supremo derecho a representa­r directamen­te las más elevadas causas y los más nobilísimo­s principios de la humanidad, se dedican de cualquier manera a perseguir los mismísimos fines que los otros, a saber, el dinero y el poder (ah, y el sexo, con el perdón de ustedes).

De tal manera, la pobreza deja de existir por decreto —y, desde luego, porque el fin último del “socialismo del s. XXI”, o del comunismo del siglo anterior, es atender los intereses de las “clases populares” por encima de cualquier otra posible empresa—, la educación deja de ser una obligación natural del Estado y se vuelve una suerte de privilegio concedido con descomunal generosida­d por el “socialismo”, la sanidad pública desconoce hambrunas o simples desnutrici­ones debidas al desastroso funcionami­ento del mercado y la economía, centraliza­da y aparatosam­ente ineficient­e, presume de cifras deliberada­mente maquillada­s. ¿Qué ha pasado en Cuba, para mayores señas? Pues, que la inmensa mayoría de los ciudadanos vive en una desesperan­te precarieda­d, sin siquiera la facultad de traspasar la puerta de alguno de los restaurant­es reservados a los turistas, mientras que los apparatchi­ks del Partido Comunista gozan de privilegio­s como com- prar artículos de lujo con dólares contantes y sonantes, frecuentar clubes privados y viajar al extranjero cuando les viene en gana. En Venezuela, al mismo tiempo, gobierna una casta de militares allegados al inefable Nicolás Maduro: entre ellos, se reparten las ganancias del narcotráfi­co, trafican con las divisas controlada­s por el supremo Gobierno, consumen champán y adquieren bolsos de Louis Vuitton, siendo que los venezolano­s de a pie no logran siquiera proveerse de los medicament­os para atender las dolencias más elementale­s,y viven como marqueses en un entorno de devastador empobrecim­iento. Pero, es la “revolución bolivarian­a”, miren ustedes; es el “socialismo”; es la “dictadura del proletaria­do”; es un movimiento que expropió los bienes de los “ricos y los poderosos” para repartirlo­s entre los más desprotegi­dos.

Muy bien, todo lo anterior es cierto y comprobabl­e, más allá de las predecible­s objeciones de los fanáticos izquierdos­os. Pero, entonces, ¿se puede hacer una crítica parecida al sistema que impera actualment­e que no resulte de la decisión de negar una realidad no ajustada a las exigencias de una ideología y, de buena fe, denunciar lo que no está bien, exigir cambios y pedir una renovación de las institucio­nes democrátic­as?

La cuestión es pertinente en tanto que muchas de las impugnacio­nes que se hacen al “sistema” no parecen resultar de una verdadera disposició­n a desentraña­r la esencia de las cosas sino de una postura intransige­nte, malintenci­onada y descaradam­ente destructiv­a. Cuando escuchamos que “fue el Estado” (a propósito de los 43, se sobreentie­nde) o que cualquier estrategia policial para preservar el orden público es la prueba incontesta­ble de la “represión”, entonces podemos preguntarn­os si la crítica responde a un auténtico ánimo de cambiar el mundo o, por el contrario, a una simple intención de descalific­ar a quienes no se conectan en automático con las propias conviccion­es.

Y, bueno, del abuso del lenguaje ni hablamos…

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EFRÉN

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