De migrantes y albóndigas
Para muchos no hay nada más sagrado que la comida. Me incluyo entre ellos. Odio los tacos fríos, la carne dura, los tacos de lechuga, la salsa picante industrial. Por supuesto hay cosas peores, como la confusión que asocia los alimentos con la identidad nacional. Me cansé de buscar las milanesas en Milán. Comí más de una vez una ensalada que los franceses identifican como mexicana porque le agregan maíz. He comido miles de veces baguettes que no lo son. En fin, se hace uno de la vista gorda y se traga lo que hay cuando no se encuentra otra cosa. Pero hay que ver a un italiano frente a una pasta mal preparada, a un alemán que no halla sus coles hervidas ni la variedad enorme de salchichas que tiene en casa o a un inglés sometido a la prueba de la ausencia de sándwiches.
Asociado con los fenómenos migratorios o con el destino de la Unión Europea y la suerte de naciones altamente industrializadas, el asunto de la comida parece más dramático en tiempos en los que se pasea por los medios con el pretexto de las competencias por las estrellas Michelín o las emisiones televisivas internacionales de concurso del tipo Master Chef.
Cada quien mira el drama desde su perspectiva. En Gran Bretaña hay poco más de 6 millones de trabajadores migrantes. En las inmediaciones de Northampton hay una empresa, la Greencore, en plena expansión, que acaba de echar a andar una planta nueva y compró recientemente a la estadunidense Peakock Foods en unos 700 millones de euros. Líder en la preparación de bocadillos, prepara cada año unos 430 millones de sándwiches que distribuye en los supermercados británicos. La mitad de los mil 100 empleados de la empresa son migrantes en una localidad de 8 mil desempleados. Sin embargo, Greencore no encuentra fácilmente trabajadores interesados en brindarle sus servicios. A la mayoría no les gusta preparar sándwiches. También se sienten mal pagados, de manera que hace poco un diario local publicó en su encabezado principal un llamado pleno de desesperación: “¿No queda nadie en Reino Unido que pueda hacer un sándwich?”
No hace mucho las más altas autoridades del país recibieron la advertencia de parte de los productores: muy pronto los supermercados británicos podrían estar sufriendo las consecuencias de las veleidades de los trabajadores. Y más los tragones consumidores.
Mientras los trabajadores migrantes se ponen sus moños a la hora de elegir su chamba en Gran Bretaña, en Dinamarca están librando en estos días lo que muchos han llamado, con cierta burla, “la guerra de las albóndigas”. En cada uno de los extremos de la disputa, los trabajadores migrantes empeñados en imponer sus costumbres y un platillo tradicional de larga data para los daneses. Y el asunto es deveras trágico.
Hay en Europa países como Francia que ya ni pelean por sus viejas costumbres ni por sus antiguas recetas gastronómicas cuando se cuenta con la mayor población musulmana. Si algo se construye allá son mezquitas y unidades habitaciones que los migrantes se apresuran a ocupar.
Como en todo el mundo, las industrias alimenticias giran en Dinamarca en torno a los hábitos gastronómicos de la población. Hay allá unos 7 millones de ciudadanos cuyos hábitos alimenticios tienen que ver con la población de cerdos que cuidan con particular celo, unos 28 millones de ejemplares. De su crianza obtienen los daneses los insumos necesarios para la preparación de sus tradicionales pelotitas de carne, que llevan también ternera. Resulta sin embargo que los migrantes, que han llegado en gran número a Dinamarca, en su mayoría de origen musulmán, no comen carne de cerdo, de manera que en el curso de los dos últimos años ha crecido el número de establecimientos gastronómicos que han retirado de sus servicios la carne de cerdo, incluida la que lleva la receta de las tradicionales albondiguillas danesas.
Por supuesto no ha faltado el debate entre liberales y conservadores, que se han agarrado de la greña a últimas fechas en defensa de las tradiciones o para congraciarse con los migrantes. La disputa está más o menos empatada, aunque los migrantes están perdiendo terreno a últimas fechas en la medida en que algunos funcionarios locales han impuesto su postura en la polémica. Por medio de decretos oficiales han defendido la carne de cerdo en la dieta de los daneses y han declarado obligatorio su consumo en las escuelas.
Un funcionario local puso hace poco en palabras claras el fondo de la discusión: “La señal que queremos enviar es que si usted es musulmán y se plantea venir a Dinamarca, no puede imponer hábitos a los otros. El cerdo es aquí igual que cualquier otro alimento”.