Milenio Puebla

En el centro de todo su enjambre hay una réplica exacta, monumental y a escala del corazón de todo aquel que la ha vivido para celebrarla

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a que ahora se llama CdMx es la ojerosa y pintada que deambulaba como Defe, que la raza aumentó a “defectuosa”. Para quien regresa, la ciudad luce ahora topes en casi cada esquina y los metrobuses han recuadricu­lado el emparrilla­do del mismo tráfico, del que crece sin límite y asquea los ánimos en tiempos de fiestas. Es la ciudad del sol quemante que amanece bajo cero, la del frío en la sombra y el calor a cielo abierto, bajo la nata de la contaminac­ión y al filo de los volcanes humeantes.

Para quien vuelve, es la ciudad que se levantó de un terremoto por la santa voluntad incansable de la bondad de sus habitantes, de la solidarida­d entre pares y ajenos, próximos y prójimos, y es la ciudad orgullosa de sus bellezas, aunque sean mancillada­s por el tiempo y la amnesia. Es una ciudad inmensa, cada vez más grande en las mismas distancias que marcaron ayer la infancia o la adolescenc­ia de quienes la aman por la mañana, y luego andan odiándola en las noches de las juergas largas, las calles vacías, los sonidos del camotero, el carruaje que compra fierro viejo y los peregrinos que vienen de sombrero de paja a la contemplac­ión del milagro: las viandas de suadero o el trompo del pastor, los tacos de canasta y el carrito de los ostiones, los fantasmas de limosneros de siglos pasados reencarnad­os en jóvenes con cortes de pelo que mientan consignas o tatuajes que simbolizan fidelidade­s inesperada­s.

Es la ciudad que se fundó en el efímero instante en que un águila devoró a la serpiente en un islote que ya no existe, y es la ciudad que se inventa y renace en cada amanecer, en los versos de los poetas que la cantan y en voz de los cronistas que la cuentan.

Quien vuelve se entera de que hay cambios que no parecen tales y que hay tienditas que han desapareci­do del mapa urbana para darle lugar a los expendios de café, no de tertulia sino de eficacia efímera, de servicio instantáne­o y de franquicia extranjera. Es la ciudad de los nuevos topes y el alumbrado tenue, los parques de antaño con banquetas galácticas, los chorros de agua que eructan sobre los camellones y ya no son fuentes redondas como las de antes; la madre que es madrastra, la ilimitada ciudad monstruo que, de pronto, se convierte en campo, en salida hacia los mares que le quedan tan lejos y tan debajo de su altitud como para justificar tantos buenos mariscos y tanta buena salsa rumbera que se baila en pleno corazón de la CdMx que se cree Caribe, la sede de México, la ciudad de una supuesta convergenc­ia democrátic­a que no se sacude nunca el velo de la corrupción en las esquinas y los tráileres circulando en horario escolar.

La cara con sus grietas, los muros con sus heridas, las lonas sobre los vacíos, las sombras de los desplazado­s, el miedo latente aunque la alegría por la pura vida persiste y recibe al que vuelve con la secreta fórmula de una convicción impalpable: la CcMx es la que fue DF, y recibe a quien llega como quien vuelve para siempre o abraza al que se va como quien no quisiera volver por la señal como vaho de un afecto correspond­ido. Porque de aquí no se va nunca nadie, aunque parezca que se ha esfumado, porque la distancia más lejana de la CdMx se encierra en el latido del corazón que la olvide o la desdeñe sin reconocer que en el centro de todo su enjambre hay una réplica exacta, monumental y a escala del corazón de todo aquel que la ha vivido para celebrarla.

 ?? JAVIER RÍOS ?? “De aquí no se va nunca nadie, aunque parezca que se ha esfumado”.
JAVIER RÍOS “De aquí no se va nunca nadie, aunque parezca que se ha esfumado”.

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