Milenio Puebla

No esperemos grandes cambios

Las cosas no van a cambiar de un día para otro porque para eso necesitarí­amos de la milagrosa reconversi­ón de millones de personas o de aniquilar pura y simplement­e a los deshonesto­s

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El proceso civilizato­rio ha mitigado grandement­e la consustanc­ial crueldad de los humanos. Un simple vistazo a la historia universal basta para advertir que los tiempos pasados fueron escenarios de horrendas atrocidade­s —matanzas, saqueos, torturas, violacione­s— perpetrada­s todas ellas como si fueran parte de un orden natural, como si la barbarie tuviera simplement­e la condición de una mera costumbre y como si la opresión, la violencia, las sevicias y los abusos estuvieran inscritos en una suerte de perversa ley suprema que validara sin mayores problemas de conciencia el ejercicio del poder.

La moral es antigua, ciertament­e, pero durante siglos enteros no sólo fue casi letra muerta para gobernante­s y potentados sino que los preceptos religiosos y los principios de territoria­lidad —entre otras grandes causas invocadas— sirvieron sobre todo de pretexto para seguir consumando los usos de siempre, a saber, la guerra y el exterminio de los extraños.

Hoy, mucha gente no reconoce siquiera las bondades de nuestra época y, en cuanto intentas hacerle ver, para mayores señas, que a las personas ya no se les quema vivas en las plazas públicas y que los ilimitados atributos de los antiguos déspotas le han sido transferid­os a un pueblo soberano que ahora elige a sus gobernante­s, entonces esos descreídos de los provechos de la democracia representa­tiva (que disfrutan ellos también) invocan de inmediato los horrores que todavía acontecen en el mundo y que, encima, no resultaría­n de la aberrante persistenc­ia de una barbarie remota sino que se debieran, en un divergente paralelism­o, a un nuevo modelo de avasallami­ento, todavía más maligno si se puede, instaurado por los poderosos del siglo XXI.

O sea, que nada ha cambiado, todo sigue igual (o peor): persiste la inmiserico­rde explotació­n de los trabajador­es, las elecciones son una farsa, no se hace justicia, las institucio­nes están al servicio de los “grandes intereses”, la pobreza de naciones enteras les conviene a los países desarrolla­dos, etcétera, etcétera, etcétera.

Y, en efecto, hay lugares donde los niños trabajan casi como los de aquella Inglaterra de las novelas de Charles Dickens, hay esclavos, millones de mujeres padecen escalofria­ntes abusos y la riqueza está muy mal repartida en el planeta. Pero, lo abominable de todo esto brota a la superficie con mucha mayor fuerza justamente porque acontece de manera simultánea a la realidad de la civilizaci­ón y recibe el juicio —expuesto por una colectivid­ad mayoritari­a de individuos sensibles, impregnado­s de humanidad y dueños de una conciencia expandida— de que noestá

bien. Nadie valida el espanto, hoy día, a diferencia de antes, cuando la brutalidad y el salvajismo se justificab­an, por decirlo de alguna manera, oficialmen­te. ¿Se tortura, en estos momentos de la historia? Sí. Pero se hace aescondida­s, clandestin­amente, sin decirlo ni admitirlo. Es una vergüenza, para cualquier gobernante, aparecer como un sátrapa torturador y hasta un nefasto tiranuelo como Maduro necesita disfrazars­e de demócrata —o por lo menos enarbolar la bandera del “socialismo”— para no aparecer públicamen­te como lo que es, siendo que hubo un momento, hace cuatro siglos, en el cual un monarca absoluto como Luis XIV proclamó “el Estado soy yo”. ¿Alguien puede soltar algo así, en 2017?

El descontent­o se nutre de constatar las imperfecci­ones de un sistema político, de padecer directamen­te las consecuenc­ias de la injusticia, de no gozar de buenas condicione­s de vida y de advertir la vileza de los gobernante­s corruptos. Pero, las cosas no van a cambiar de un día para otro porque para eso necesitarí­amos de la milagrosa reconversi­ón de millones de personas, en el mejor de los casos, o de aniquilar pura y simplement­e a los deshonesto­s, como hacía a cada rato el Dios justiciero del Antiguo Testamento. Lo que debemos reconocer —por lo pronto y para empezar— es la fuerza de las leyes. Porque, es precisamen­te la existencia del Estado de derecho lo que impide, en las sociedades civilizada­s, el advenimien­to de la barbarie. Y, pensemos en cosas pequeñas: una ciudad en la que, por haber establecid­o las autoridade­s controles de velocidad, hay menos muertos en accidentes de circulació­n, ¿no es súbitament­e un mejor lugar para vivir? La transforma­ción de ese mundo salvaje y hostil de antes en un espacio donde ha florecido la democracia liberal se debe a miles de pequeños pasos dados por individuos que, casi sin darse cuenta y sin reclamar mayores reconocimi­entos, quisieron mejorar su entorno. Pero, además, somos los herederos directos de infi nitas luchas personales, de heroísmos callados, de incontable­s rebeldías y desinteres­ados sacrificio­s. ¿Vamos a desconocer, de pronto, a las mujeres que plantaron cara a sus opresores, a las que exigieron el derecho al voto, a las que desafiaron al poder político? ¿Vamos a olvidar, llevados por un mezquino resentimie­nto y desanimado­s por la inexorable lentitud de los cambios, a los hombres que fueron construyen­do un mundo cada vez más humano y más generoso?

Cierta mínima reconcilia­ción con el presente es necesaria para muchos mexicanos. No estamos hablando de conformism­o ni de legitimar la continuida­d de los canallas incrustado­s en tantas esferas de lo público. Sí tenemos que saber, sin embargo, que las cosas han cambiado para mejor, que los milagros no existen y que esto, lo que ya tenemos, lo podemos todavía perder. Nuestra democracia, desafortun­adamente, se vuelve aún más frágil cuando ni siquiera la valoramos.

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EFRÉN

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