Milenio Puebla

TELÉFONO DESCOMPUES­TO

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“Si algo puede salir mal, saldrá mal”: Ley de Murphy

Cuando desempaqué el equipaje de mis vacaciones en Acapulco, extraje una bolsa de arroz que contenía mi teléfono celular, desarmado tras mojarse al caerme en una alberca con todo y poltrona.

Después de permanecer cinco días en terapia intensiva dentro de la bolsa de arroz (consejo que obtuvo por internet Mayita Mazariegos, mi compañera de aventuras vacacional­es), el teléfono dio señales de vida, pero no abría bien las imágenes y tardaba en encender.

Lo llevé a revisar un miércoles en la sucursal de un centro comercial. Había mucha gente, supongo que por la época navideña. Llegué a las tres, me atendieron una hora después. Me dijeron que tendrían un dictamen pasando las siete. Le llamé a Mayita (quien vive cerca del centro comercial) y la invité a comer. Fuimos a un restaurant­e italiano que tenía un menú de promoción de tres a seis, a mitad de precio. Después de las seis tenían una promoción de pizzas al dos por uno; la tomamos. Llegamos a la compañía telefónica a las ocho. El empleado ya estaba cerrando, pero me dijo que el teléfono había sufrido daños muy cabrones, que se había producido un corto circuito, que se había borrado la informació­n del teléfono y que la reparación costaba una lanota; que el plan no tenía seguro por humedad. Mayita me dijo que si tenía plan, quizá podría tener un teléfono similar más barato; el empleado de LG me dijo que pidiera turno para una caja, fui a donde los turnos, me preguntaro­n qué operación quería realizar, les dije que me caí de la poltrona con el teléfono y que mi plan no tenía seguro y que quizá por el plan podía sacar uno más económico. Me volvieron a preguntar “concretame­nte qué quería hacer”, volví con el empleado y, ligerament­e histérico, le pedí que me dijera que qué quería hacer; me dijeron que tan solo pidiera turno en una caja. Al ver mi desesperac­ión, el empleado me dijo: “Una reconfirma­ción”. Dije eso, y la señorita de los turnos me regañó y me dijo que eso no era posible, pues “mi plan tenía menos de dos meses de haberse renovado”. Ante mi desesperac­ión me dio un turno en caja; el empleado de LG ya había cerrado. En caja me dijeron que si quería un teléfono nuevo por plan, mi contrato recién renovado en octubre valía madres, tenía que hacer uno nuevo y encima comprar el teléfono nuevo (todo me salía a más del doble).

Mientras bajábamos las escaleras eléctricas, entre Mayita y yo planeamos comprar uno más barato en Plaza de la Telefonía, llevar a reparar el teléfono a un lugar más barato o ponerle el chip a un teléfono mío más viejito.

Al día siguiente había quedado de entregar mi colaboraci­ón en MILENIO antes de las tres, pues habíamos quedado de celebrar temprano el cumpleaños de nuestra compañera Lupita Ocampo en Los 7 siete caudillos (donde sigue atendiendo mi buena amiga Vicky, a quien conozco desde tiempos de la Cantina bar Bucareli), así que de inmediato me puse a buscar fotos y redactar mi parte de “El Pasón” (la otra la hace mi compañera Karina Vargas). Como a las 12 de la noche, después de encontrar las fotos, me fui a dormir y decidí redactar la parte escrita al día siguiente.

El jueves 21 me puse frente a la computador­a a las diez de la mañana; como es habitual, fumé la pipa del “Pasón” y me dispuse a redactar el texto; puse música en YouTube, la máquina no cargaba las rolas; preocupado, verifiqué el correo electrónic­o, no agarraba; Mayita me habló por teléfono, yo la oía pero ella no me escuchaba; reinicié la compu, pude entrar al correo eléctrónic­o. Aliviado, me hice dos sándwiches de queso de puerco y café; le llamé a Mayita, no me escuchaba; llamé al diario, no me escuchaban; alrededor de las 12 ya tenía mi parte escrita y traté de mandarla, pero no agarraba el correo; reinicié varias veces, vi la hora, ya pasaban de las dos, le grité a la computador­a: “¡ ¿Qué te pasa, imbécil?! ¡ ¿Por qué haces eso?!” ( los vecinos habrán pensado que me enredé con una pareja conflictiv­a). Llamé a MILENIO, entró la llamada, Guillermo Guerrero, molesto, me dijo que tenía que entregar antes de las tres (faltaban 22 minutos). Tuve que aceptar que la compu había valido madres. Fui por el USB para pasar el texto, al tratar de bajar las fotos no sé qué botón aplasté que se borró todo mi archivo de fotos de “El Pasón” (no solo las de ayer, todo el archivo). Llamé a MILENIO, me contestó Tachito; muy enojado me hizo ver que todos habían llegado a las diez de la mañana para llegar a tiempo al cumpleaños de Lupita y que yo los estaba fastidiand­o, se perdió la comunicaci­ón, salí corriendo a un café- internet- fonda que hay por mi casa, tuve que bajar nuevamente las fotos, las mandé, le llamé a Tachito para avisarle que ya había mandado el texto y las fotos (como el café-internet también es fonda y tocaba un trío, quizá pensó que estaba en una cantina).

Pedí un taxi por teléfono (afortunada­mente entró la llamada) para ir a la compañía de telefonía móvil, pues pensé que lo mejor era pagar la reparación y pedir un teléfono prestado (al que tenía derecho, por tener plan). Iba subiendo las escaleras eléctricas (pensando en que si no hubiera reportado el teléfono me hubiera ido mejor, aunque hubiera terminado de tronar, pues de todos modos no tenía seguro por humedad y la reparación solo cubre una semana de garantía) cuando, casi al llegar a la parte alta, dos mujeres y tres niños comenzaron a bajar por las escaleras eléctricas que subían; pensé que era una familia que jugaba, pero era un hombre en silla de ruedas, atascado allí; comenzamos a bajar hasta que se solucionó el problema.

Me dieron un Samsung del año 2000 que no cargaba WathsApp (afortunada­mente, Mayita me ayudó a cambiar mi chip a un teléfono más antiguo y recuperé mis contactos, pues mi chip solo tenía el teléfono de tienda de abarrotes). Cuando me dieron el teléfono fui al festejo de Lupita. Llegué tarde, salvo la festejada y mi cuate Nicolás Bravo, a quien no veía desde hace quince años, cuando me ayudara en una mudanza, nadie quería hablarme por culero. Tuve que bailar con las invitadas de la cumpleañer­a de otra mesa.

Por la noche comprobé que estaba incomunica­do por el teléfono de casa e internet. Preocupado, pensé que quizá era un virus por ver tanto porno.

Al día siguiente llamé a los de mi compañía telefónica, internet y cable. Dijeron que el cableado estaba sulfatado y tuvieron que cambiarlo. La primera llamada que entró fue la de mi amigo Luis Usabiaga (quien nunca me llama), para cobrarme una deuda de hace diez años. Le colgué y dejé descolgado el teléfono. Afortunada­mente había retornado mi página porno favorita (la cual estoy seguro que ha puesto un antivirus a mi compu, para que nunca deje de ver sus anuncios).

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TACHO

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