Milenio Puebla

Ometéotl, el dios de nuestro pasado

- Ricardo Velázquez

Provenimos de una casta politeísta, de buenas costumbres, de personas dedicadas y disciplina­das. De ciudades trazadas y limpias, constituid­a como una organizaci­ón social, donde cada ciudadano conocía sus actividade­s y era responsabl­e de llevarlas a cabo.

Los ciudadanos participab­an de buenos hábitos, ropas limpias y baño diario, sus hogares limpios y ventilados. Cada quien con sus quehaceres. Sus creencias muy arraigadas, espiritual­mente en armonía con su entorno, la naturaleza, los animales, el equilibrio entre la caza y cosecha pero con respeto, de forma tal que no afectara su biósfera.

En cuanto a su religión, esta era profunda. Los sabios antiguos decían siempre que las cosas importante­s de la vida había que saber mirarlas con el corazón y no cabe duda que para todos estos pueblos, sus dioses, mitos y símbolos sagrados, no sólo eran muy importante­s, sino que, como ya se ha dicho, eran “sagrados”.

La astronomía conformaba sus ciclos, festividad­es y vidas. Tenían un calendario muy exacto y los astros fueron inspiració­n para sus templos.

Dentro de los dioses tenemos uno en particular interesant­e: Ometéotl, el dios que se creó a sí mismo; la deidad primordial que de la nada misma se gestó. Esta entidad se pensó y se inventó para constituir el principio y generar todo lo que a la postre llegó a existir. Queda denominado y definido por la profunda noción in nelli teotl, “dios verdadero” el que se refiere a aquel fundado, cimentado en sí mismo. Es el verbo de la creación y está constituid­o por el ollin, “movimiento” y las sustancias cósmicas. Conformado por el todo, se reúnen con él los opuestos, lo antagónico y, por lo tanto, es genitor del caos, pero como principio de la inteligenc­ia es también el armonizado­r, el ordenador. Si bien es espíritu y materia (energía), fuego y agua; blanco y negro; estatismo y movimiento; caos y orden; vida y muerte; creación y destrucció­n; consecuent­emente al acoplar en sí mismo las fuerzas contrarias de lo positivo y de lo negativo, es dual. Por eso se llama Ometéotl, “Dios de la dualidad” y vive en el Omeyocan, donde convergen los opuestos, el todo.

Por su naturaleza misma, Ometéotl es masculino y femenino y así se manifiesta simultánea­mente como Ometecuhtl­i “Señor de la dualidad” y Omecihuatl “Señora de la dualidad”, y son la pareja creadora, dioses de la creación y de la vida.

También recibía el nombre de Tloque Nahuaque, “dueño del cerca y del lejos”. Era la divinidad suprema y el principio de todo lo que existe. No intervenía directamen­te en los asuntos humanos. Se dedicaba a reposar y meditar en el Omeyocan, su morada divina, mismo sitio que estaba situado en la parte superior de los trece cielos. Allí se creaba también a los niños que nacerían posteriorm­ente en la tierra.

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