Reflexionar la muerte
A prender a morir, dicen los tanatólogos, es tarea durísima. Ellos son casi sabios. Una vez, en un homenaje que se le hizo al historiador y poeta Andrés Henestrosa, éste declaró que él no se iría pronto del mundo porque nació con el síndrome de lento aprendizaje.
No es cosa de procesar un pensamiento, sino también, como lo escribió Paz, irse cuando se debe porque quien teme a lo desconocido es porque no vivió su vida a plenitud.
He trabajado estos últimos años al lado de un tanatólogo franciscano, conocedor del psicoanálisis más ortodoxo. Escucho sus consejos, sigo las lecturas recomendadas, asisto a las terapias de grupo y a las individuales. Las razones son muchas, demasiadas, apuntaría.
Algo que es paradójico: en mi niñez y juventud primero jugaba básquet en el equipo de Lasalle. Ahí conocí a un compañero que (lo diré tal cual) era propietario de una vinatería algo lejana a mi casa. En ese tiempo los fines de semana se transformaron en “Ley Seca” por instrucciones del gobernador en turno. Él se las arreglaba para hacerme llegar subrepticiamente la ración de añejo que otros conseguían en la ciudad más próxima.
Habrán pasado cinco años ahora cuando le platiqué a él algo que me mantiene aún en un sueño depresivo. Aprender a vivir tolerando el dolor es tarea muy humana. Nada de filosofía barata, nada de eso.
Mi amigo por igual salió poco a poco de la trampa del terrible demonio embotellado y como pudo creó un anexo de 24 horas. Ayudó a muchas personas pero él, quien al finalizar aquella plática me llevó y me dejó en manos del psicoanalista tanatólogo franciscano, murió-lo pensé- caprichosamente.
Lo cierto es que sin él me hubiera sido imposible transformarme y habría caído irremediablemente en la “profunda oscuridad”. Gracias desde aquí a ellos.
“Dejarlos ir”, sentenció el tanatólogo, “dejarlos ir porque ellos no descansan mientras tú no descansas”. Cuesta trabajo: no es sencillo.
Y sucede que al dejarlos ir uno comienza a aprender y a aceptar que el tiempo sigue su curso y que tendremos que decir adiós, saber decir adiós, lo explica de manera excepcional Arnoldo Kraus.
No dejo de volver a Susan Sontag: el hombre conoce dos lados de la vida: el de la salud y el de la enfermedad. Al final, se quiera o no, enfrentamos a la última.
Felices los animales porque no saben que morirán, aunque también el cielo esté abierto para ellos. Felices los humanos porque lo sabemos pero no conocemos ni el día ni la hora.
“Dios guarde la hora”, palabras de mi abuela que era una sabia.
Todos -no hay quien no- cargamos con algo que no debería considerarse tragedia, todos -¿quién no? -hemos perdido a un ser querido.
Lo explican los tanatólogos (ellos enseñan a aceptar las cosas inevitables) que en la cotidianidad no hay relación perfecta. “Dejarlos ir, dejarlos ir”.
Qué mejor que recordar a quienes no están más con nosotros, qué mejor tener presente que pase lo que pase habremos de reencontrarnos.
Sé por qué escribo esto. Tanta ausencia... ¡Dios mío - G. A. Becquer- qué solos se quedan los muertos! ¡Dios mío -parafraseó otro poeta- qué solos nos dejan los muertos!