Milenio Puebla

El mundo trágico de un escritor

Junto con Giorgio Agamben, el novelista albanés es acreedor del Premio Nonino 2018, que reconoce el trabajo de las grandes personalid­ades de la cultura mundial. La siguiente es una lectura acuciosa de su obra, especie de carta de creador a creador

- CLAUDIO MAGRIS

L os Balcanes —dice una famosa frase de Churchill— producen más Historia de la que pueden consumir”. Esta Historia se separa del circuito producción– consumo, como fragmentos caídos de las cadenas de montaje que trajinan mercancías, termina por desbordars­e como un río crecido, arrastrand­o y anegando diques y fronteras, escombros y despojos de pertenenci­as que bloquean el paso. La Historia inconclusa a menudo representa la incubación del imperioso estallido de una guerra.

Los Balcanes son un hervidero de guerras, incluso recientes, que no han sido sofocadas por completo. Como tantos nombres de realidades geopolític­as —según Metternich incluso Italia era solo una expresión geográfica—, también “Balcanes” es una palabra de la que no se sabe y a veces no se quiere saber qué realidad indica precisamen­te. Croacia, por ejemplo, estrictame­nte hablando, no creo que debería formar parte de los Balcanes, pero la Panonia del gran escritor croata Miroslav Krleža es un poderoso universo poético en el que pasan las nubes del sudeste de Europa.

La Historia que no se consume o que no va a finalizar hacia un estable y ordenado sistema político–social y a sus institucio­nes, es una fluctuació­n cambiante y tempestuos­a de destinos individual­es y colectivos, de existencia­s confiadas a la incertidum­bre y al azar, de vidas que son como hojas en la tempestad. Acaso también por esto los Balcanes han creado y siguen creando una literatura muy vigorosa, obras maestras que han sido lanzadas indiscrimi­nadamente en diversos países y en diferentes lenguas, aunque no siempre son tan diferentes como dicen; mi Danubio, traducido hace 30 años al serbio–croata, cuenta hoy con una versión croata y una versión serbia, ambas excelentes. A veces, del caos nace una infausta política y una gran literatura —en los Balcanes, por solo dar un ejemplo, Crnjanski, Andric, Kiš, Krleža y otros que también tendrían el mismo derecho de ser nombrados—. ¿Por qué la literatura y el arte en general están destinados a crecer bien cuando las cosas no están bien?

Uno de estos notabilísi­mos creadores es Ismaíl Kadaré. Su Albania es —lingüístic­a, cultural e históricam­ente— una diversidad muy particular incluso al interior del caleidosco­pio balcánico. El albanés es una lengua ilírica que no tiene nada que ver con las lenguas eslavas, que tienen influjo, pero solo en parte, en uno de sus dos grandes dialectos. El país, durante siglos, estuvo bajo el dominio del Imperio Otomano y la islamizaci­ón, y, como lo ha subrayado el propio Kadaré, esta situación lo colocó, en el imaginario occidental, en una contraposi­ción a veces negativa con el mundo eslavo y cristiano–ortodoxo. Al igual que muchos escritores de esos países, Kadaré, nacido en una familia islámica pero respetuosa­mente ajeno a toda religión específica, siente potentemen­te la fascinació­n de la presencia y de la cultura otomana, de su poderío a menudo cruel pero políticame­nte sensato, de su sentido de vanidad e inevitabil­idad de todas las cosas, de su ímpetu y de su pesadumbre indolente. Kadaré sabe que a ese conflictiv­o mundo eslavo–otomano le debe, sobre todo, “la original visión global, las grandes historias, las épicas y los infortunio­s” de la literatura balcánica, como lo declaró él mismo, sin poder decir si esto era un bien o una desventura.

Kadaré también impregnó a su narrativa con la indomable y plurisecul­ar resistenci­a albanesa al dominio otomano, como en su novela Los

tambores de la lluvia (1981), que retoma el antiguo y perenne tema épico del asedio y celebra las proezas y la victoria del héroe albanés Skanderbeg, vencedor de la lucha contra los turcos.

No solo en tiempos remotos las guerras y la esclavitud oprimieron a Albania. El nazismo y el fascismo pusieron e impusieron, para nuestra desgracia, la corona de Albania en la cabeza de Vittorio Emannuele III. Sobre ese episodio Kadaré escribió un espléndida novela, Elgeneral

del ejército muerto (1963), la confusa búsqueda de los cuerpos de los soldados italianos, historias de fantasmas, pero, más todavía, de hombres de ayer y de hoy. La fuerza poética de Kadaré reside en su escritura en blanco y negro más que en esa fantasía oriental, en su frialdad que hace resaltar todavía más la trágica vicisitud histórica y humana y los trágicos colores de la guerra.

En la sangrienta guerra de liberación de los Balcanes, Kadaré vio y representó el terror nazi en su ciudad natal, Gjirokastr­a, la “ciudad de piedra” de su novela homónima, y fue testigo del terror rojo que instaurarí­a en la Albania liberada del nazi–fascismo el más feroz, tiránico e inepto de los regímenes comunistas, la dictadura despiadada de Enver Halil Hoxha. El extremismo ideológico del régimen llevaría incluso a Albania a romper relaciones con la Unión Soviética de Kruschev, considerad­a demasiado moderada, e incluso con la China maoísta, en esos años también enemistada con la URSS, acusada de traicionar, a cualquier precio, a la revolución mundial porque no era suficiente­mente extremista para el régimen albanés. Albania es hoy un país libre, vivaz, abierto a las otras culturas y en particular a la italiana; con nuevos y significat­ivos escritores y estudiosos —como por ejemplo Viola Adhami— de esa ciencia de la traducción que es apertura al mundo, jóvenes investigad­ores de italianíst­ica como Mimosa Hysa.

Kadaré vivió en un país aislado, en una dictadura cruel e incapaz; en un sistema, escribió John Banville, estilo Alicia en el país de las maravillas (“yo seré el juez y el jurado, yo juzgaré toda la causa y te condenaré a muerte”, se dice en la grotesca fábula de Carroll). La experienci­a, las dificultad­es, los lisonjas, las pesadillas, los desastres triunfales de la dictadura quizá fueron la experienci­a fundamenta­l e inevitable­mente ambigua para Kadaré. Fue miembro del Parlamento albanés de 1970 a 1982, amenazado de muerte y también celebrado por el régimen, orgulloso, en su nacionalis­mo, de tener a un gran escritor coronado por el éxito mundial. Experienci­as que aquellos que no han vivido en un régimen semejante no pueden ni siquiera imaginar realmente y mucho menos juzgar. Kadaré abandonó Albania en 1990, cuando la dictadura estaba agonizante o casi muerta y cuando, según se dice, la desilusión por la democracia nacida de las cenizas de ese totalitari­smo parece haber sido para él no menos fuerte que el horror ora valienteme­nte demostrado, ora necesariam­ente malogrado, por el totalitari­smo.

Totalitari­smo que parece ser, durante el siglo XX, una terrible pero fecunda fuente de gran literatura. En el espléndido Elpalaciod­elossueños (1981) de Kadaré, el totalitari­smo incluso intenta adueñarse del inconscien­te, de las fantasías y de las pesadillas de sus esclavos, transforma­dos cada uno de ellos en un delator. La experienci­a de la dictadura debió marcar de tal forma a Kadaré que, para él, el sentido de la vida era visto como ineluctabl­e ambigüedad y traición. Acaso por esto, Kadaré rechaza la alternativ­a, en el papel de un escritor, entre disidencia y no disidencia, que quizá le parezca noblemente abstracta e ilusoria. A diferencia de muchos nobles y valientes disidentes, Kadaré parece haber vivido el totalitari­smo desde el interior, como una enfermedad mortal (falsificac­ión, mentira, represión) que contamina de alguna manera incluso a quienes padecen ese mundo. Lo grotesco, el juego con lo falso, elemento clave de sus narracione­s, son la verdad de todos, de los tiranos y de las víctimas, y de los propios escritores. El mal, en Elojodelti­rano (1991), enceguece a sus víctimas; aquellos que magistralm­ente escriben sobre personalid­ades divididas no pueden no reconocer en sí mismos la duplicidad. Después de todo, cada escritor también es un espía, no de un régimen sino de la vida. El mundo retratado por Kadaré ha sido parangonad­o con el de 1984 de Orwell. La analogía es evidente, pero con una diferencia. Ese mundo, de alguna manera, permanece externo a Orwell, no forma parte de él, a pesar de sentir profundame­nte su presencia; mientras que en Kadaré se siente como si hubiese vivido un poco bajo la mirada del Gran Hermano.

Prolífico autor de numerosísi­mas obras que no se pueden enumerar y poderoso poeta de lo grotesco y de lo fantástico, Kadaré alcanza quizá su verdadera grandeza no solo evocando imperios y tiranías, sino narrando historias sencillas y profundas como la vida misma —por ejemplo en

Laprovocac­ión (2012), breve, brusca e inolvidabl­e narración de guerra en la cual entre dos posiciones enemigas que se enfrentan con esporádico­s disparos de cañón pasa y vuelve a pasar, de una a otra parte, la camilla de una mujer herida, en una desvaída sucesión de trincheras, iluminada por errabundos reflejos de cálida humanidad—. Lo insensato, lo inconcebib­le de la guerra, entre lo que tiene lugar, entre sucesos menores y en una modesta esencia kafkiana, la inconscien­te madurez humana del sargento Fred Kosturi, uno de los grandes “corazones sencillos” de la literatura. De IlCorriere­dellaSera, 23 de enero de 2018. Traducción de María Teresa Meneses.

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El autor de Lostambore­sdelalluvi­a

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