¿Solo para sus ojos?
Restaurante aeroportuario. Intento trabajar —el vuelo presenta la acostumbrada media hora de retraso que, ya a bordo, ha de convertirse en una— pero mis esfuerzos de concentración se revelan vanos. Primero por el reggaetón que resuena desde las bocinas de los televisores. Después por los demasiados
de partidos políticos, cuyo discurso cansino suplanta el de Daddy Yankee llegado el corte comercial. Que si estaríamos mejor con ya sabes quién y que, por si no te quedó claro con ese primer rosario de 30 segundos, quieres que te lo cuente otra vez. Que si esto es lo que opina Ricardo Anaya, y esto es lo que vuelve a opinar, a ver si a fuerza de repeticiones logra Meade que se nos grabe. Que si na na na na na, con la intención manifiesta de que tiemble todo el mundo (y, yo, en efecto, empiezo a temblar nomás de oír la tonada). Estos mensajes no están dirigidos a mí — no milito en el PAN ni en el PRI, en el PRD ni en Morena ni en Movimiento Ciudadano; y bien aclara en cada uno la leyenda que están dirigidos a militantes de uno de esos partidos—, pero no puedo escapar a ellos, como no puedo escapar a cada cartel pegado en las paredes de mi barrio que finge no interpelarme, que hace como que, por el mero hecho de denegarlo, deja de incidir en mi percepción. (Pongamos que consigno al calce de esta entrega que está dirigida solo a columnistas de ¿bastaría eso para que el lector no adscrito apartara los ojos y se asumiera inmune a mis palabras?)
Las precampañas — que sigo sin entender por qué es permisible se realicen en medios a que todos tenemos acceso, incluida esa televisión que oigo y medio veo contra mi voluntad— no sirvieron para que los militantes de uno u otro partido contrastaran las bondades (o maldades) de uno y otro precandidatos: en todos los casos, el aspirante era uno y no había más, los dados estaban echados… y cargados.
Hoy empiezan las intercampañas. Resultará fascinante (y anticipo que descorazonador) ver cómo queda redefinida la noción de evento privado.