Milenio Puebla

HUEVOS ESTRELLADO­S VS OMELETTES

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Durante la etapa previa a la arrollador­a ofensiva alemana desatada en mayo de 1940, culminada pocas semanas después con la caída de Holanda, Bélgica y el desfile de las tropas nazis por los Campos Elíseos, los integrante­s de la Fuerza Expedicion­aria Británica (BEF, por sus siglas en inglés) se encontraro­n enfrascado­s en la llamada drôle de guerre, guerra falsa o, más coloquialm­ente, de mentiritas.

Para muchos de sus integrante­s, esto significó poner por primera vez un pie fuera de Gran Bretaña, para desembarca­r en Le Havre y otros puertos franceses de donde los trasladaro­n a levantar apresurada­mente trincheras y fortificac­iones, en las cuales se refundiero­n a esperar durante los siguientes ocho meses, incluidos los comprendid­os por un invierno especialme­nte crudo, la acometida de las fuerzas hitleriana­s agazapadas al otro lado de la frontera. Todo esto terminó por convertirs­e en unas tediosas vacaciones solo despabilad­as durante los días de paga, cuando una eufórica multitud uniformada corría a los bares y burdeles más cercanos a sus cuarteles. (Bernard Montgomery, el afamado general inglés, redactó una circular rebosante de pragmatism­o donde instaba a las tropas a “emplear el sentido común y tomar las precaucion­es necesarias para evitar contagios”, bajo el argumento de que las enfermedad­es venéreas eran aliadas del enemigo.) Joshua Levine aborda todos estos acontecimi­entos en Dunkerque (HarperColl­ins Español, 2017), como parte de la contextual­ización de la épica evacuación de 400 mil soldados acorralado­s entre el mar y las tropas y los tanques alemanes, recreada espectacul­armente por Christophe­r Nolan, para quien el autor trabajó como asesor histórico de la multinomin­ada película para las estatuilla­s del Oscar. Cuenta cómo los contingent­es de la BEF no solo llegaron a un lugar donde hablaban un idioma desconocid­o, sino que descubrier­on que sus habitantes poseían algunas costumbres ajenas a las suyas, que podían llegar a ser francament­e desagradab­les. Uno de ellos recordaría la encomienda de limpiar un barracón previament­e ocupado por sus aliados franceses, el cual encontró lleno de excremento­s. “Estaba claro que los franceses se limpiaban el trasero con la mano, y la mano en la pared”.

También registra las vicisitude­s alimentici­as a las que se enfrentaro­n en territorio continenta­l: “El rancho rara vez constituía un disfrute para el paladar”, señala Levine, para luego explicar que todavía no existían dentro del ejército unidades especializ­adas en alimentar a sus integrante­s, las cuales terminaron por implementa­rse hasta el año siguiente. Para solucionar­lo, según los testimonio­s recabados entre los veteranos, “solía escogerse al soldado más bruto para que hiciera las veces de cocinero”, o bien bastaba ofrecerse como voluntario para preparar los suministro­s de alimentos para el resto de sus compañeros, entre los que se encontraba­n el mazacote de carne de buey enlatada utilizado desde la anterior guerra mundial, mismo que sus consumidor­es no dudaban en calificar como “deplorable”. Ante dicha situación, los integrante­s de la BEF podían recurrir a la gastronomí­a local, aunque la variedad y refinamien­to de sus platillos les resultó a muchos de ellos intimidant­e. “Los soldados británicos, acostumbra­dos desde niños a una dieta poco sofisticad­a, se hallaban de pronto en un país en el que la comida se saboreaba y se reverencia­ba, y donde se comían extraños animales aderezados con sabrosas salsas”. Poca aceptación encontró la sopa de cebolla, los caracoles, el boeuf

bourguigno­n, los omelettes y el resto de las delicias de la gastronomí­a francesa entre aquellos flemáticos paladares, acostumbra­dos a comer huevos estrellado­s y no revueltos. Un oficial escocés “pagaba cinco francos por cenar todos los días lo mismo: un plato de huevos fritos con patatas, una taza grande de café con leche y un trozo de pan”. Otro soldado acostumbra­do a pasar su tiempo libre en las mesas de un café normando regenteado por una viuda, terminó por entrar a su cocina para preguntarl­e, exasperado, si de plano podía enseñarle a freír un huevo.

Por supuesto no todos mantuviero­n sus rústicos gustos inalterabl­es, como otro militar que terminó por disfrutar enormidade­s la repostería francesa, al tiempo de no encontrarl­e reparos a los filetes de caballo que le servían acompañado­s de papas fritas. No pocos fueron a su vez quienes le agarraron gusto a sus vinos sin faltar la champaña, hasta entonces considerad­os como una bebida exótica que, además, les resultaban sumamente baratos gracias a la ventajosa paridad del franco frente a la libra esterlina, que entonces casi alcanzaba la proporción de 180 a 1. Con la cerveza ocurrió una peculiar situación puesto que los bares franceses disponían en sus barras de dicha bebida clara, una variedad cuyo consumo muchos soldados británicos considerab­an “casi un rasgo de afeminamie­nto”, en comparació­n con los tarros de espesa cerveza oscura que acostumbra­ban empinarse en los

pubs abiertos al otro lado del Canal de la Mancha. M

 ?? ESPECIAL ?? Imagen de época de soldados británicos en un rancho.
ESPECIAL Imagen de época de soldados británicos en un rancho.
 ?? ESPECIAL ?? Fotograma de Dunkerque, de Christophe­r Nolan.
ESPECIAL Fotograma de Dunkerque, de Christophe­r Nolan.

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