Milenio Puebla

Secretos de la ciudad

- RAFAEL PÉREZ GAY rafael.perezgay@milenio.com Twitter: @RPerezGay

Los 200 lugares del Centro Histórico reunidos en un libro y puestos cada uno de ellos en el breve texto de una placa adosada a la fachada de edificios históricos de Ciudad de México pueden leerse como mensajes que vienen del más allá. Héctor de Mauleón y yo escribimos estos mensajes. Toda memoria viene de lejos, de ese lugar donde todo, para bien y para mal, se ha cumplido. No hay diálogo con el pasado sin un toque de magia, sin aires fantasmale­s. Esta es la fina materia que rige nuestras relaciones con el pasado. Me explico con una breve historia.

Llegué a la esquina de las calles de Madero e Isabel la Católica una noche fría de vientos cruzados en el Centro de Ciudad de México. En ese lugar estaba el Gran Café la Concordia. Era el punto de reunión de la generación de liberales que tantos elogios patrios ha recibido con plenos merecimien­tos. Corría el año de 1868, Ignacio Ramírez y Manuel Payno tomaban café en una de las mesas de esa esquina e intrigaban contra sus enemigos políticos y sus rivales literarios. En la oscuridad, las sombras atravesaba­n las calles enfangadas. La ciudad era un fracaso.

Manuel Gutiérrez Nájera tomaba café con coñac y escribía uno de los miles de artículos que redactó en mesas de café, vestíbulos de teatro y gabinetes umbrosos. Con frecuencia lo acompañaba­n Amado Nervo, Luis G. Urbina, José Juan Tablada. Hablaban de la melancolía, la enfermedad de fin de siglo. Uno no sabe nunca nada. Esos escritores ignoraban que eran la marca final de una época y los últimos que tomarían café y hablarían del porvenir de la ciudad y sus fracasos en ese lugar. El edificio de la Concordia fue derruido en 1906, un vaticinio de los duros tiempos de tempestad que se avecinaban. Más libre y egoísta, no hay libertad sin egoísmo, El Duque abandonó a sus amigos en el año de 1895. Murió a los 35. En ese lugar se impondrá una placa.

Hace unos días caminé de nuevo y de viejo por la calle de mi infancia: el arrollo de la calle Madero, antes Plateros y San Francisco. La ciudad brillaba en la palma de la mano de mi padre. Lo recuerdo bien, me dijo: por esta calle caminábamo­s tu mamá y yo rumbo al Zócalo. Esta placa solo la puedo poner en mi memoria, y dice así: en este lugar, mi padre me enseñó los misterios de la ciudad y despertó en mí la agitación de una memoria urbana. Desde entonces camino por estas calles para que ese momento no se pierda nunca. Por cierto, como diría el clásico: la memoria es el único paraíso del que no podemos ser expulsados.

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