Milenio Puebla

La saña de los justos

Hasta donde es posible procurarla sin quebrar nuestras normas de convivenci­a, la justicia no es cosa de opinión. Y menos todavía podría ser perfecta, ni complacer a todos los airados

- XAVIER VELASCO

¿Quién le explica a la masa golosa de revancha si soy yo el criminal o sólo me parezco, a partir de evidencias comprobabl­es?

Uno se siente libre de fascismo hasta que algo le cuentan del justiciero anónimo que le dio tres plomazos al asaltante de algún microbús. Se lo buscó, ¿no es cierto? Así aprenderán otros, opina el optimista. Y sin embargo cuesta celebrarlo. No sin razón teme uno que al ponerse del lado del matón solitario estaría fi rmando su conformida­d con la ley de la selva. ¿O es que alguien me asegura que el vengador sin nombre sabe muy bien lo que hace y cualquier otro día no seré yo el cadáver? ¿Debería tal vez el código penal castigar los asaltos con un tiro en la sien, tras un juicio sumario y un breve papeleo? ¿Por qué lo inaceptabl­e en la justicia y sus múltiples brazos ejecutores —que en alguna medida, cuando menos, han de ceñirse a la legalidad— es digno de festejo en un desconocid­o que no responde más que a sus impulsos?

Ahora bien, si Mengano empistolad­o difícilmen­te juzgará con frialdad antes de darle tres jalones al gatillo, hay que ver el nivel de aturdimien­to del que es capaz toda una multitud a la hora de cebarse en el par de infelices de quienes se rumoran iniquidade­s graves, mas todavía menores que el acto de quemar en grupo a un semejante. Pues aun si yo comiera niños al carbón, me permito dudar que una horda de verdugos entusiasta­s tenga la más remota autoridad para darme el castigo que merezco. ¿Quién le explica a la masa golosa de revancha si soy yo el criminal o sólo me parezco, a partir de evidencias comprobabl­es?

Hasta donde es posible procurarla sin quebrar nuestras normas de convivenci­a, la justicia no es cosa de opinión. Y menos todavía podría ser perfecta, ni complacer a todos los airados. Doy por hecho que no hay justicia concebible para quien ha matado repetidame­nte. Y aún si lo intentáram­os, a fuerza de aplicarle torturas indecibles a lo largo de años de saña pacientísi­ma, ¿quién podría librarnos de compartir entonces alcances y calaña con el ajusticiad­o?

A menudo los jueces nos resultan odiosos, pero no es su papel buscar aplausos. No escasean, por cierto, los de juicio sesgado y acaso corruptibl­e, como tampoco faltan abogados malandros, policías vendidos o fiscales ineptos, pero es todo lo que hay y a veces, no sin suerte, resulta suficiente. En ningún país del mundo hay unanimidad en la buena administra­ción de la justicia, pero vociferar que son todos corruptos, malandros, ineptos y vendidos —y por tanto ilegítima su autoridad— es conceder razón a los linchadore­s, que muy poco razonan antes de hacer lo suyo.

Hay quienes hallan música en el verbo denunciar. Se ubica uno del lado de los justos siempre que hace eco de alguna denuncia; se consuela, de paso, por la indignació­n crónica que tantos atropellos le provocan. No es uno juez, ni se ha propuesto serlo, pero ya está juzgando de manera informal, a partir de las meras apariencia­s. Maldecimos al árbitro siempre que éste asegura haber visto otra cosa de la que creímos ver, pero ni modo de someterlo a voto, como querrían tantos merolicos que viven de azuzar la rabia ajena. No todo el que denuncia lo hace de buena fe, ni necesariam­ente le asiste la razón, y ya que ha denunciado tiene que someterse a los intrínguli­s de un sistema que a pocos satisface, pero es aún el único que vale y al que nos sometemos de común acuerdo. Fuera de ahí no queda más que la barbarie, y ésta acostumbra ser no solamente injusta sino cruel, enfermiza, errática y estúpida.

Recuerdo que una vez, al fi nal de un partido de tenis especialme­nte largo y reñido, una buena señora opinó que, en justicia, el árbitro debió declarar un empate. ¿Es decir que, en el nombre de la buena conciencia, había que saltarse las reglas de un deporte que en ningún caso admite los empates? ¿Quién está cien por ciento de acuerdo con su prójimo en todo lo que es justo o injusto en esta vida?

Poca o ninguna duda le queda al que esto escribe de la clase de pillo impresenta­ble que hoy por hoy está a cargo de la Casa Blanca, pero ocurre que su única esperanza más o menos congruente descansa en la pericia y la decencia del fi scal Robert Mueller y su equipo para encontrar aquello que los aficionado­s pensamos evidente, porque así lo creemos necesario. El hombre podrá ser un gran fascista, pero sólo el fascismo cree en atropellos justos. Es aún preferible que el peor de los granujas se salga con la suya antes que abrir la puerta a la ley de la selva y dejarnos a todos a merced del permanente estado de excepción que es la justicia en manos informales, donde juicio, denuncia y penitencia son un mismo esperpento, no por más taquillero menos criminal.

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JAVIER GARCÍA Donald Trump propuso armar a los profesores de escuelas.
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