Milenio Puebla

El administra­dor de la farmacia, pero es casado y la mostra de su brujer se lo trae bien cortito, le manda a las dos chamaquita­s para que las lleve al cine diario. Pero clarito siento que me come las nalgas con los ojos, manita

Me tira la onda

- Neza

Sin despedirse, tomó su bolso, entró al baño y peinó su cabellera. El espejo le devolvió a una Margarita muy a disgusto consigo misma: 37 años de edad, separada de su primera pareja, Yumil: en cuatro años de relación el tiempo estuvo en contra; él, por las mañanas, trabajaba esclavizad­o en unos laboratori­os de análisis clínicos y, empeñado en terminar la carrera de Ecología, salía corriendo rumbo a la universida­d resolviend­o tareas en el camión, en el Metro, a dieta de tortas y tacos y cocacolas, y café para no dormise en el aula. Retornaba a las diez de la noche, eso sí: siempre llegaba con algún detalle para ella de apasionado amor exigente: ya vente, deja la bata y te preparo una rica cena y te alistas para todo lo que te voy a hacer.

No comprendía cómo un hombre 12 años menor que ella podía prescindir del cuerpo que ella le ofrecía a la menor provocació­n y él respondía dejando la mochila con los libros sobre la cama, ella intentando desnudarlo y él mordiéndol­e el cuello, los senos, al tiempo que le impedía lo desnudara; atizando el fuego que luego dejaría con la promesa de volver temprano: “Cabrón, dejas el bóiler hirviendo y luego no te metes a bañar. Allá tú si luego andas de llorón porque te pongo el cuerno, tente lástima.

Luego, con el cambio de autoridade­s tras las elecciones, a ella le cambiaron el horario en la librería, y el nuevo director de la organizaci­ón la amenazó a con moverla a una sucursal que requería enderezar al equipo de vendedores, wevones y transas, amparados por el sindicato de burócratas.

—Tú aquí te estás oxidando, Márgara. Esta sucursal camina solita. Tiene excelente ubicación. La del Palacio está mejor, pero necesita una buena zarandeada, casi-casi es necesario reinventar­la y tú me gustas para eso…

Si la amenaza se concretaba, laboraría de jueves a martes, perdería sus fines de semana, descansarí­a los miércoles; además, con menos salario y comisiones, sin prestacion­es. Hasta que vieran resultados, mayores ventas.

—Tú decides, Márgara. Pero pronto: afuera hay una fila esperando tu puesto. Pero tienes buenos antecedent­es, aprovecha o ahueca.

Tragó bilis y aceptó. Se sabía mal cogida aunque muy amada. Ahora sería peor la situación: Yumil era feliz entre sus brazos por las noches, como un bebé acurrucado entre los brazos de su nodriza: seguro, protegido. Pero ella no era pilmama, ni el exceso de trabajo le bajaba la necesidad de sentirse zarandeada por la pasión de un hombre. Que le dedicara tiempo, que salieran juntos al cine, a cenar aunque fueran quesadilla­s y refrescos. No pensaba en hijos, pero tampoco quería a un hijo-marido que obtuviera un título universita­rio para manejar un taxi.

Tocaron a la puerta del baño. “Ya voy. Casi termino de peinarme”. Era Lorenza:

—¿Ya te vas, Magos? No has cenado, ¿te preparo algo?

—No, ma: tu descansa, que buena falta te hace. Yumil regresará temprano de la facultad y debo entregarle unos libros que me encargó. Beso: el viernes vengo a verlos, ya no pelees con Querubín, sean felices.

Lorenza suspiró. Le dio un beso en la frente y la acompañó hasta la puerta que daba a la calle. Margarita se alisó los yins, subió el cierre de su cazadora de camuflaje militar y salió.

El alumbrado comenzaba a iluminar la calle. Parvadas de chiquillos corrían tras un balón, esquivaban ciclistas que hacían cabriolas sobre rampas de lámina improvisad­as en las banquetas. Apresuró el paso en dirección a la esquina. Lauris, su amiga desde la primaria, le dio alcance:

— Espérame, manita, me voy contigo; conseguí chamba en una farmacia 24 Horas y entro a las ocho de la noche, pero es la hora en que los camiones hacen colón en el paradero y no quiero llegar tarde.

Cruzaron entre el grupo de adolescent­es que inhalaban thiner y quemaban mariguana en el zaguán de la vecindad de doña Lala.

—Vámonos por abajo, manita, que luego se les aloca y te quieren sablear para las cervezas, Magos; la patrulla nomás pasa y no les dice nada, pero no te pongas a fajar con el galán porque ya te acusan de faltas a la moral los muy carbones: nomás pa que les des para la cena...

Abordaron el microbús y Margarita pago con un billete de 100 pesos. “Pásele, ahorita le doy su cambio”, dijo el chofer. Tomaron un asiento intermedio para esperar el dinero. Lauris no se quedó con las ganas de preguntarl­e:

—¿Es cierto que te vas a separar, manita? Supe que tu mamá anda preocupada por eso...

—Ay mi mamá. Se inventa historias porque le dije que Yumil tiene poco tiempo para mí y que eso me encabrona, mana, y que allá él, porque en casa se coge diario, esté o no esté él. Rieron de buena gana. —Le cuento nada más para desahogarm­e, pero ella lo tomó muy en serio. A su edad quiere que estemos bien casadas, como si eso fuera garantía de felicidad en estos tiempos. Lo que no funciona, no funciona y ya. Pero hazles entender a los viejos.

—A mí me anda tirando la onda el administra­dor de la farmacia, pero es casado y la mostra de su brujer se lo trae bien cortito, y le manda a las dos chamaquita­s en la tarde para que las lleve al cine diario, diario. Pero clarito siento que me come las nalgas con los ojos, manita, y no es de malos bigotes el don: se ve maduro y mal atendido —dijo Laura.

—Pues nomas ponte viva, Lauris: luego esas viejas son bien requeteped­eras; hasta puede hacer que te corran para quitarse a la competenci­a. No cachan, ni pichan ni dejan batear. — Ni maman ni dejan mamar. Pero ya vi que él se las ingenia para darse sus vueltas en la noche. Con tal de verme. Y me lleva siempre la cena y algún detallito. Para llevar apenas yo una semana en la chamba, creo que le cuachalang­o un buen, manita. Ya necesito que me den un buen servicio, porque hasta telarañas debo tener donde te conté... —Nomás no te vaya hacer otro crío. Si fueras chimenea, debes tener todo lleno de hollín —embromó Margarita y apresuró—: vente, mana, que ya llegamos al paradero y este wey no me ha mandado el cambio. Esperaron a que bajaran los escasos pasajeros y cuando llegaron hasta el asiento del conductor, éste había desapareci­do. —¡Se largó el méndigo y no me dio el cambio, Lauris! Pinche muerto de hambre mañoso —se quejó Margarita. Lauris, sin decir nada más, se arrojó sobre la caja del cobrador y comenzó a llenarse las bolsas del pantalón con billetes y monedas; del camión estacionad­o delante vieron que descendía el chofer a toda prisa, gritando ¡a ver pinches viejas ratas, a dónde con lo mío, a dónde!, pero Laura le arrojó a la cara un puñado de monedas y Margarita le propinó certero puntapié en la espinilla, aunque no logró hacerlo callar: —¡Banda, banda: agárrenlas, pinches viejas ratas: agárrenlas, agárrenlas! —¡Chingas a tu madre, por pinche encajoso! —le dijo Laura y corrieron, bajaron las escaleras y entraron al túnel. —¡Correle, manita, que si nos alcanzan hasta nos cogen! —¡Eso quisieras, pinche Laura; siquiera avisa para estar a las vivas! —respondió Margarita entre risas. —¡Tú corre, que ahí viene la manada de ojetes choferes, Magos! Orita te cuento hasta la última arruga del culis, pero corre, corre mana!

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