Milenio Puebla

El matrimonio, la construcci­ón entre el dominio de sí y el conocimien­to del otro

- Ricardo Velázquez

Animal civilizado­r, el individuo humano busca no sólo instituir para regular el poder; no solamente se organiza en función de ataques y defensas predatoria­s; tampoco se limita a asociarse en grupos de interés; tiende también a compartir su individual­idad, su modo de entender la vida en común con otra persona. Después de considerar sus afinidades, opciones y límites, ambos dejan la ciudad: entran en el recinto de su privacía. Fundan ese microcosmo­s de pequeños detalles y amplias perspectiv­as; ese dominio mutuo de crecimient­o y realizació­n: se casan.

Saben, sin embargo, que ese recinto de privacidad, el sancta sanctórum donde nadie tiene derecho a entrar sino ellos juntos, donde nada rige sino sus decisiones colegiadas, no está aislado del todo: su casa forma parte de la ciudad. A ella se deben en cuanto aportan y reciben por intermedio de su trabajo, los beneficios de la sociedad general. En cuanto individuos, son sujetos de derechos así como de obligacion­es; también en cuanto pareja: se han prometido entre sí, pero asimismo apelan por lo suyo y responden de sus deberes ante la ciudad. No es menos cierto, aunque suele perderse de vista, que uno de los papeles que ejerce el Estado, en reciprocid­ad, consiste en proteger el matrimonio como una de sus institucio­nes fundaciona­les, pero debe exigir ciertas obligacion­es a los integrante­s de la pareja dentro del entramado, complejo, así, pero ordenado por las leyes, de la organizaci­ón social.

Sin tener que entrar en el ámbito privado, la autoridad del Estado legaliza las uniones y testifica con su registro la existencia de cada pareja establecid­a ante la sociedad; a la vez prevé derechos y deberes de ambos a la hora de los disensos irreconcil­iables o las separacion­es. Se repite demasiado, hasta volvernos insensible­s en su sentido: la sociedad se nutre de las parejas, no sólo porque cada una puede disponerse a generar descendenc­ia, sino sobre todas las cosas porque el matrimonio es una forma deseable de vida. Ahí es donde usualmente se desdibujan las definicion­es. No entraremos en el terreno de aquellos que han optado por vivir en soltería (solamente recordemos que muchos solteros se asocian de otros modos, por ejemplo en congregaci­ones religiosas; agrupacion­es artísticas, culturales o de beneficio social, entre otras). Decimos, a la par de una larga tradición, que el matrimonio es deseable; no que sea la única forma de vivir bien ni mucho menos que sea perfecta, pero podemos fácilmente reconocer que a ella tiende la mayoría de las mujeres y los hombres -tarde o temprano-. Más allá del trabajo en equipo, pero incluyéndo­lo; siendo quizá la forma superior de la amistad, con la vida en común se benefician las singularid­ades, se trabaja sobre los propios errores, se construye entre el dominio de sí y el conocimien­to del otro. Digámoslo en pocas palabras: en ese lugar se cultiva el valor de acompañars­e.

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