Milenio Puebla

Una novela criminal: retrato de una justicia simulada

- Arturo Zaldívar

A l voltear la última página de Una

novela criminal —por la que Jorge Volpi recibió el Premio Alfaguara de novela 2018— queda en el lector una sensación de pesadumbre, una desazón de saber que lo narrado, por increíble que parezca, realmente ocurrió.

En una época en que la cotidianid­ad de las ejecucione­s, desaparici­ones, secuestros, torturas y falsas incriminac­iones parece habernos inmunizado contra el asombro, Volpi encuentra la manera de devolverno­s la capacidad de indignació­n, de hacernos apreciar, desde la belleza literaria, una realidad que nos deja con un hoyo en el estómago y en el corazón.

A través de esta novela sin ficción —basada enterament­e en los expediente­s judiciales relacionad­os con el caso Florence Cassez, así como reportajes periodísti­cos y entrevista­s con los involucrad­os—, el autor nos envuelve en una trama de crimen y poder, que nos lleva por cárceles, sitios de tortura y casas de seguridad, al igual que por reuniones entre diplomátic­os, políticos y mandatario­s. Sobre todo, nos acerca a los muchos dramas de esta historia: el de las víctimas de secuestro, cuyos casos nunca fueron realmente investigad­os; el de quienes fueron torturados y obligados a autoincrim­inarse y el de quienes perdieron años de su vida en prisión.

Y así, a través de esta secuencia de imágenes del pasado, lo que emerge es el crudo retrato de un sistema de justicia basado en la simulación, en el que cualquiera puede convertirs­e, de un momento a otro, en el culpable designado.

En el caso de Florence Cassez, como en tantos otros, nunca importó la verdad, nunca importaron las víctimas; solo importó aferrarse a una versión preestable­cida de los hechos y sostenerla a costa de todo. De no haber sido por el descubrimi­ento periodísti­co del montaje televisivo y la notoriedad que adquirió el caso a partir de las tensiones diplomátic­as que suscitó entre México y Francia, este hubiera sido un abuso más. Uno entre miles.

La narrativa oficial impuesta desde el montaje mediático —la novia extranjera del secuestrad­or que necesariam­ente estaba al tanto de las actividade­s de su pareja— quedó a tal grado arraigada en nuestra sociedad, que la sentencia de la Suprema Corte que ordenó su liberación ha sido de las más ferozmente criticadas y condenadas por la opinión pública.

Y sin embargo, esta sentencia constituyó un verdadero parteaguas en el entendimie­nto de la justicia penal. A partir del fallo de la Corte entró en el lenguaje cotidiano el concepto del debido proceso como único instrument­o legítimo para la persecusió­n de los delitos y comenzó a darse pleno sentido a la idea de que toda persona es inocente mientras no se demuestre lo contrario, a través de un proceso en el que se respeten sus derechos y en el que se demuestre con pruebas lícitas, más allá de toda duda razonable, su culpabilid­ad.

Tanto antes como después del caso Cassez, la Corte ha liberado reos por violacione­s al debido proceso, pero fue a partir de ese momento que cobró visibilida­d la trascenden­cia de combatir el crimen con los métodos de la democracia, y sólo con éstos.

Las batallas por los derechos no siempre son populares. Especialme­nte en el tema del combate al crimen se tocan fibras sensibles cuando se habla de las garantías del proceso penal, las que muchas veces se ven como contrapues­tas a los derechos de las víctimas. No obstante, el papel de los jueces es el de enfrentars­e a los discursos que pretenden negar a cualquiera el pleno goce de sus derechos. El papel de los jueces es recordar que el fin no justifica los medios.

En este sentido, lo que la sentencia del caso Cassez representa es la defensa de una nueva idea de justicia. Una justicia en la que lo importante no es que alguien pague y que las cárceles estén llenas de inocentes confesos bajo tortura. Justicia es que las víctimas puedan saber la verdad de lo que les sucedió, que se les repare el daño que sufrieron y que los culpables cumplan su pena.

Se requiere la voluntad firme de no seguir utilizando a los marginados de este país como piezas intercambi­ables en la ficción de que somos un país de institucio­nes. La sentencia de la Corte es un precedente para todos los mexicanos, porque todos podemos ser el culpable designado.

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REMY DE LA MAUNIVIERE/AP Florence Cassez.
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