Ariel González Jiménez
Los jóvenes de Occidente no supieron ni pudieron entender en su momento que la utopía que los movilizaba era la pesadilla de muchachos que vivieron el comunismo
l año de 1968 comenzó con la llamada Primavera de Praga, que en realidad inició en el frío enero, cuando la esperanza de la apertura política y las libertades democráticas asomó en lo que entonces era Checoslovaquia, uno más de los países satélite del bloque socialista que rendía cuentas al Partido Comunista de la Unión Soviética.
Todo comenzó, en realidad, años antes, con diversos conflictos que recorrieron toda Europa del Este. Tal y como nos lo recuerda Françoise Furet en El pasado de
una ilusión (FCE, 1995), la crisis interna de los partidos comunistas, paradójicamente, “inició desde 1953 a partir del hecho de que en Moscú se pusieron en entredicho los arrestos arbitrarios, la liberación en masa de prisioneros, el comienzo de las rehabilitaciones. Cada república satélite (…) siguiendo el ejemplo de la URSS, cada una deberá explicarse, rehabilitar a los muertos embarazosos y liberar a quienes ha aprisionado por error… Algunos resultan candidatos al poder”.
Es así como Gomulka, en Polonia, es liberado en 1954, mientras que en Hungría un estalinista rabioso, Rákosi, debe compartir el poder, por lo menos un tiempo, con Imre Nagy. Estos personajes disidentes dentro del aparato son posibles porque la desestalinización y algunas señales de cambio reformista dentro de los partidos comunistas se siguen de largo sin que Moscú pueda, en un primer momento, reaccionar. Finalmente, tanto en Polonia como en Hungría la rebelión, protagonizada ante todo por los jóvenes, será aplastada, de manera particularmente violenta en este último país en 1956 con los soldados rusos presentes en Budapest.
Esos son los antecedentes de la Primavera de Praga. La desestalinización marchó lentamente hasta que en 1967 se torna inevitable. Increíblemente, fue la Unión de Escritores la que comienza por sugerir que la creación literaria no tenía por qué responder a la línea del Partido Comunista. Todo un hallazgo en un momento en el que las letras solo pueden ceñirse al realismo socialista, única doctrina estética. Así aparecen autores como Milan Kundera, que apoyarán la llegada de Alexander Dubček como secretario general del partido el 5 de enero de 1968.
Comienza a perfilarse de este modo el “socialismo con rostro humano”, que plantea no tanto la disolución del régimen como su democratización. Unos meses después las reformas liberales se ponen en marcha a través de nuevos márgenes de libertad a los medios de comunicación, y se habla por primera vez de la posibilidad de un gobierno multipartidista. Por supuesto, también se plantean reformas económicas, una nueva política exterior y, en suma, la meta de construir un socialismo democrático.
La primavera se prolongó hasta el verano. Era tal el optimismo internacional que Estados Unidos había enviado a Shirley Temple a Praga para ser su primera embajadora, en lo que se suponía era ya una Checoslovaquia libre. Pero el sueño terminó el 20 de agosto de 1968 con la entrada de las tropas soviéticas y del Pacto de Varsovia, esa telaraña totalitaria que en nombre de la ayuda mutua “fraternal” mantenía a los países del bloque socialista girando alrededor de Moscú.
El 19 de enero de 1969, todavía con los tanques rusos en las calles de Praga, el estudiante Jan Palach se prendió fuego a la entrada del Museo Nacional. Su desesperación, que sería seguida por la de otro joven, Jan Zajíc un mes más tarde (matándose del mismo modo y en el mismo lugar), representa toda la impotencia de los jóvenes checolovacon ante la barbarie totalitaria.
Si un joven comunista de Occidente hubiera podido hablar con Palach, compartir experiencias sobre el 68, el estudiante checo seguramente le habría prevenido de todo cuanto significaba realmente la palabra comunismo: la ausencia de libertades, el Gulag, los tanques en las calles… Nada que ver con la lucha por la cual entregaron su vida tantos en otras épocas.
Para los países de Europa del Este, 1968 tuvo como su movimiento estelar, como su gran esperanza, la Primavera de Praga. Pero los jóvenes de Occidente, sobre todo los que portaban banderas rojas con hoces y martillos en las manifestaciones, con efigies de Lenin o Mao, no supieron ni pudieron entender en su momento que la utopía que los movilizaba era la pesadilla de muchachos como Palach.