CADA QUIEN SU ROSEBUD
Si la vida comienza llorando y así llorando termina, así Ready Player One inicia con Van Halen y acaba montado sobre una ola de mayestática de referencias sobre la cultura pop, que quizá solo puede ser comparada con La misteriosa llama de la Reina Loana, de Umberto Eco, donde se condensa décadas de cómics, tebeos y monitos en un ejercicio catedralicio tanto para apocalípticos como para integrados. En un juego trepida torio educativo sentimental que nos llevaría aun duelo de Rosebuds en un arrebato orwelliano, lo que para Eco eran Mandrake, el Pato Donald, Superman y Tintin para su generación, para Mr Steven son los Space Invaders, Marty Mc Fly y Akira.
Ready Player One, la última pieza de factoría Spielberg, constituye un ejercicio de estilo, un rescate multireferencial, la piedra de toque de una biblioteca de Babel hecha de bits y megapixeles que van más allá del conocimiento tecnológico, pues tocan la formación cultural y emocional a todas las generaciones que llegaron después del advenimiento de los videojuegos que habitaban en las maquinitas que emergieron en plazas y centros comerciales, farmacias y tendajones en una suerte de democratización tecnológica, y que después allanaron su paso a los hogares a través de consolas como el Nesapong, Atari e Intelevision en la construcción de una cultura nueva, un arte distinto, un lenguaje que, ahora más que nunca, divide al mundo entre la chaviza y la momiza.
Así, podemos ver las críticas de un especialista en cine como Carlos Boyero en El País donde luego de reconocer que no entiende un carajo de los videojuegos trata de forjar una exploración desde la incomprensión y el aburrimiento de Ready Player One, que no puede llevar a uno sino a recordar la visión ñoña, cuarteada y herrumbrosa que tienen Vargas Llosa sobre el feminismo y el periodismo.
En ese sentido cabe recordar que los célebres críticos fílmicos, Roger Ebert y Leonard Maltin, calificaron a una de las películas de culto más endiosadas como Alien, como “una decepción, escaza de creatividad”. O sea.
Nadie que no haya experimentado la emoción de ver al venerable De Lorean cruzan campos magnéticos para viajar en el tiempo, ni se haya detenido a gozar la maravilla de haber derrotado a los hipersádicos extraterrestres del Doom, o se hubiere abismado en la búsqueda de Akira, ese clásico del manga, jamás podría comprender la naturaleza desmesurada que pretendió el viejo Spielberg con su nuevo filme que es al mismo tiempo monumento, cicatriz, caja del tiempo y agujero negro.
Wade Watts es un chico que odia la realidad. Porque es adversa, siniestra ni depara nada bueno. Vive en unas favelas verticales que semejan a un tráiler park desvencijado hecho de piezas de Lego podrido. Es un Ecatepunk siniestro donde las familias habitan en contenedores montados unos sobre otros en un hacinamiento patético.
Wade Watts, como el resto del mundo, prefiere habitar en OASIS, una desmesurada geografía virtual construida por el talentoso señor Halliday (una combinación de todos los santones de la industria que cotiza en Nasdaq) que recién ha muerto y que le ha dejado un reto a todos los avatares que habitan aquellos espacios infinitos amparados por terabites a chingomil potencias: quien encuentre tres llaves que ha ocultado tras de miríadas de laberintos, será el dueño de todo aquello, incluyendo la Cheyene, apá.
Esto implica no solo competir con millones de avatares al grito de guerra (Avatar es destino) y Percival, como se hace llamar Wade cual caballero del Rey Arturo en OASIS (sí, los videojuegos aspiran a encarnar lo épico y lo epicúreo), sino que también debe escapar a la codicia desmecatada de otra de las grandes obsesiones de los videojuegos: las corporaciones internacional que quieren controlar a las sociedades desde el autoritarismo robótico como Skynet en Terminator, Weyland-Yutani de Alien o Tyrrel de Blade Runner. Esta gran compañía comandada por un yuppie loco reacio a la virtualidad, llamado Sorrento, se quiere apropiar de OASIS para venderlo a los dioses de la publicidad y controlarlo todo, y para ello ha dispuesto a un ejército de gamers llamados Sixers que van tras cada pista perrunamente.
Wade y sus camaradas de la resistencia descifran los acertijos de Holliday y su alte ego virtual llamado Anorak, con sus enciclopédicos conocimientos de la cultura ochentera que sustenta la base de datos del viejo maestro que se ha transformado en una especie de Angus Dumbledore del videogame para darle dramatismo a la aventura. En el videojuego el dramatismo exacerbado es el elemento esencial de toda narrativa que se precie. No basta con confrontar temibles enemigos y avanzar de nivel en nivel a fuerza de puro talento; hay que estar cobijado por un tractatus escenográfico incuestionable y detallado que genere exégesis y epopeyas, alucinaciones y encantos, inspiración y repulsa.
Dos secuencias que aún para los más escépticos serán imborrables: la carrera neoyorkina que incluye dinosaurios y a King Kong, un palpitante espectáculo cinemático que te deja Á bout de soufflé, sin aliento. Sobre todo su resolución que es inesperada, y el que diga lo contrario está mintiendo. Y segundo, el homenaje estrambótico, alucinante, inquietante y maravilloso que se le rinde a Stanley Kubrick que supera cualquier fantasía.
Desde el menosprecio está cabrón. En el fondo y de muchas maneras, todos, o casi todos, pertenecemos en mayor o menor medida al perradón geek y nerd de la Big Bang Theory. Aún a sabiendas de que, como bien se explica con un humor canino en la serie de HBO, Silicon Valley, la industria de la tecnología y las aplicaciones, de Facebook a Amazon, de Über a Instagram y Twitter, son en realidad el sueño dorado de la publicidad, la acumulación originaria y ordinaria de capital, de un aspirante a villano de videogame, el mercachifle Steve Jobs.
Y aún así por su naturaleza humana, el videojuego es capaz de tocar las fibras sensibles que describe el oráculo Spielberg, instalado cual Yoda en el reino de los avatares descompuestos y los padawanes hambrientos de comprensión y pistas para renderear su disco duro. Por eso distribuyó en Ready Player One figuras y personajes que reflejan, revelan, provocan y seducen: el memorable Hombre de hierro, el March 5 de Meteoro, el Batimóvil de la época pop, los Street fighters, Lara Croft, el Guasón, las Tortugas Ninja e incontables personajes que constituyen en sí mismos sueño, entretenimiento y decodificación. Nostalgia y fantasía, consolidación de la memoria y fructificación del pensamiento multinivel.
Hay grandilocuencia y cursilería en Ready Player One, como en todo videojuego que se precie. Y por lo tanto autocomplacencia, mesianismo y tentaciones maniáticas, también. Tanto que el propio Spielberg se ahorro un buen tambache de referencias spielbergianas que salpicaban alegre y salvajemente la novela original de Ernest Cline. Un autor que ya en su siguiente novela, Armada, ataca una de las grandes sospechas de la humanidad: que en realidad todo esto de los videojuegos es un plan de los gobiernos más poderosos del mundo para entrenar a quienes en un futuro cercano no muy lejano, se enfrenten a las fuerzas extraterrestres que buscan saquear el corazón de la tierra. El sueño de todo gamer, que todas esas horas de aparente ocio frente a consolas y ordenadores, tuvieran la misión de salvar a un mundo que aparentemente no merece ser salvado.
Sí, pero Steven, provisto de sus viejas artes, es capaz de tomarse en serio y burlarse de sí mismo. Por eso distribuye a lo largo de la historia mordiditas de realidad para que el espectador no se extravíe en los caminos de la virtualidad que, al igual que los caminos de la vida, no son los que uno pensaba.
Ningún videojuego desperdicia la oportunidad de dar una lección moral. Y Ready Player One tiene una muy grande, en la eterna batalla entre la realidad viral y la realidad comprendida en netas.
Spielberg, viejo mañoso, te odio, lo has hecho de nuevo.