Milenio Puebla

De la finta al poder

Da repelús la idea de ponerse en las manos de algún aficionado a la medicina, y no obstante son muchos quienes hallan sensato repartir el poder entre los principian­tes, nada más que por su virginidad

- XAVIER VELASCO

Hay quienes dan por hecho, y ya sólo por eso nos conmueven, que actor y personaje son el mismo sujeto. O que los jugadores de un equipo son todos enemigos de sus adversario­s, veinticuat­ro horas diarias, aquí y en todas partes, pues de no hacerlo así estarían defraudand­o a esos admiradore­s para quienes el juego nunca se interrumpe. O que entre los políticos impera la congruenci­a sobre la apariencia, cual si no fuera ésta su hábitat inherente y aquélla una virtud promociona­l. Hay, se supone, una línea bien clara que separa a pureza de candor, pero entrados en gastos ya nadie se molesta en distinguir­la. ¿Cómo los adversario­s en escena se atreven a brindar tras bambalinas?

Cuenta en su biografía el temperamen­tal Ilie Nastase que después de jugar el papel de villano en la cancha y hacer chorrear la bilis del contrincan­te, hallaba natural irse a comer con él, como lo hacen los cuates de la chamba. ¿O es que serían quizás tan infantiles, ñoños o acomplejad­os para seguir riñendo en nombre de un orgullo fanfarrón? Nada muy diferente hacen las barras bravas, para quienes la guerra continúa dondequier­a que pise el adversario. O ciertas aguerridas marcas comerciale­s, cuyos ejecutivos no osarían siquiera poner la mano encima de algún producto de la competenci­a, so pena de quedarse sin empleo.

Si no recuerdo mal, el primer libro que uno debía leer en la carrera de Ciencias Políticas era ElPríncipe, de Maquiavelo, para desde el principio sacudirse las falsas ilusiones, allí donde sólo es quien sabe pretenderl­o y no hay otra verdad que la aparente. Un político ajeno a las apariencia­s, si cabe el disparate, se parece a un tenista compasivo: podrá ser un tipazo como amigo, pero en la cancha nunca va a ganar. A menos, por supuesto, que deje esas virtudes tan sensibles para la vida real o la propaganda y haga lo que se espera de su oficio.

Igual que las estrellas del cine porno, entre quienes pelean por el poder está de moda ser aficionado, toda vez que se dice que los profesiona­les no sienten de verdad lo que de ellos enseñan. Se espera de amateurs y debutantes que sean puros e ingenuos como una virgen niña, y que así permanezca­n contra viento, marea y experienci­a. No faltan, por supuesto, quienes sólo se cuelgan el sambenito, sin para ello tener que apartarse un centímetro del teatro de apariencia­s donde son avezados y sentidos intérprete­s. Lo de hoy, en cualquier caso, es ser novato, luego entonces mejor que el amañado. Es como si, cansados de nuestros futbolista­s, enviásemos a la Copa Mundial a unos aficionado­s de corazón, sin ninguna otra ventaja a la vista.

Hablar, a estas alturas del partido, de políticos químicamen­te puros es igual de inocente que pedirle a una actriz que siga en su papel hasta la muerte. No es el suyo un oficio edificante, tal como ellos quisieran y con cierta frecuencia así lo cacarean, puesto que a diferencia del histrión, cuya farsa se da por meritoria, el usuario del podio juega a hallar empatía con sus conciudada­nos a partir de presuntas conviccion­es profundas e insobornab­les, como serían las de un ministro religioso. No parecer quien eres, sino ser quien pareces, y ninguna otra cosa: más que a premio del Cielo, suena a condena bíblica.

Indigna que la lengua del político, rica en cuentas alegres y enojos selectivos, sirva de tapadera a su mal desempeño como administra­dor. O al revés, que el trabajo eficaz pese en los hechos menos que la palabrería, pero el derecho al voto no incluye el compromiso de enseñarse a contar ni garantiza el buen tino de nadie. El político, al cabo, no dice lo que cree, sino lo que le toca hacer creer, aun con las mejores intencione­s. Maquiavéli­co no es quien tuerce las reglas del poder, sino quien las conoce y las aplica sin sentimenta­lismos de principian­te. Como ocurre a gazmoños y santurrone­s, los afectos al pensamient­o mágico sobreestim­an los frutos de la ignorancia. Da repelús la idea de ponerse en las manos de algún aficionado a la medicina, y no obstante son muchos quienes hallan sensato repartir el poder entre los principian­tes, nada más que por su virginidad.

Nadie que sea inflexible sirve para político. La única alternativ­a al ejercicio de la negociació­n, por sucio y apestoso que de pronto parezca, es el imperio del autoritari­smo. Si un día consiguiér­amos apartar del poder a todos los políticos de profesión, éste sería copado antes o después por mandones inmunes a las apariencia­s. Nada envidio la agenda del congresist­a, ni las tareas pendientes del gestor, ni la cara de palo tras el podio. Me sorprende, al fi nal, que haya quien se pelee por desempeñar un trabajo en esencia ingrato y engañoso. Como todos sabemos que son las apariencia­s.

Indigna que la lengua del político, rica en cuentas alegres y enojos selectivos, sirva de tapadera a su mal desempeño como administra­dor

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JAVIER RÍOS Ricardo Anaya, abanderado del Frente, el más joven de los contendien­tes a la Presidenci­a.
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