SOBRAS IMPERIALES
La labor periodística de Ryszard Kapuscinski lo llevaría hasta el palacio imperial de Addis Abeba donde, en mayo de 1963, Haile Selassie ofrecería una recepción a los jefes de estado de las naciones independientes africanas, convocada por quien enfrentó la invasión de las tropas de Mussolini y, para entonces, personifica el orgullo del Continente Negro durante sus giras realizadas alrededor del mundo. Adolfo Ruiz Cortines lo recibiría en México, en 1954, donde inauguró la desaparecida glorieta Etiopía, hoy convertida en estación de Metro.
La capital del reino etíope mostraba algunos edificios a medio construir, que buscaban modernizar su imagen, aunque los contados automóviles existentes transitaran entre rebaños de vacas, cabras y asustadizos camellos, cuando no quedaban atascados en el rojizo fango durante la época de lluvias. Las principales calles se engalanaron para la ocasión, aunque ello implicara arrasar con maquinaria pesada las casuchas de barro edificadas a sus costados, desalojadas violentamente por la policía el día anterior, mientras otras quedaron ocultadas tras un muro levantado por diligentes brigadas de albañiles. “La ciudad olía a hormigón y pintura fresca, a asfalto que se enfriaba y a las hojas de palma que adornaban los pórticos de bienvenida”, escribiría Kapuscinski en ElEmperador (Siglo Veintiuno Editores, 1980), una de sus primeras obras traducidas al español.
Tampoco se reparó en gastos para la cena de gala, contemplada para tres mil personas, “divididas jerárquicamente en varias categorías, superiores e inferiores, y a cada categoría le correspondió un color distinto de invitación y un menú diferente”. Desde Europa aterrizaron aviones cargados con los vinos y caviar dispuestos para los invitados del emperador de Etiopía quienes, además, se deleitaron con las canciones tribales zulúes interpretadas por Miriam Makeba, la famosa cantante sudafricana conocida como “Mama África” (su hit “Pata Pata” llegó a ser covereado hasta por Thalía), a quien traerían desde Hollywood por 25 mil dólares.
“La recepción se ofreció en el viejo palacio del Emperador. Los invitados avanzaban entre largas filas de la guardia imperial, armada con sables y alabardas. Los trompetistas, iluminados por reflectores, ejecutaban desde lo alto de las torres el toque imperial. En las terrazas, los grupos teatrales actuaban escenas históricas de la vida de los emperadores ya fallecidos. Desde los balcones, las muchachas con sus trajes típicos, arrojaban flores a los invitados”, describe el periodista polaco en su intento por plasmar la fastuosidad de la atmósfera respirada aquella noche consagrada a celebrar la unidad africana, al tiempo de consignar la menuda figura de Haile Selassie al momento de entrar al salón principal con su uniforme de gala, acompañado del imponente Abdel Nasser, el estadista egipcio. La pareja estelar de la noche fue ovacionada de pie por la concurrencia, además de inclinarse ante la imperial presencia, acorde a lo marcado por el protocolo; después, todos los presentes procederían a sentarse en los lugares asignados, dispuestos a batir con entusiasmo sus mandíbulas para dar cuenta de los montones de carnes, frutas, pescados y quesos apilados en las mesas. “De los pasteles de varios pisos escurrían merengues dulces y de colores”, prosigue Kapuscinski (1932-2007). “Los extraordinarios vinos destilaban un brillo rojizo y una fragancia refrescante. La música sonaba, y los elegantes payasos daban volteretas divirtiendo a los allí reunidos. El tiempo pasaba entre conversaciones, risas y comida.”
Presa del nerviosismo, una legión de camareros —uno asignado a cada cuatro invitados— cometía toda clase de desatinos al momento de servir los manjares en las mesas, engalanadas con toneladas de antiguos cubiertos de plata de gran valor, que muchos de sus usuarios no tuvieron empacho en guardar en los bolsillos.
La búsqueda de las instalaciones para desahogar el cuerpo llevó al periodista polaco a una puerta que daba al exterior del palacio. “Ya era de noche; caía una llovizna de mayo, pero fresca. Frente a la puerta se iniciaba una ligera pendiente y unas decenas de metros más abajo se encontraba una barraca mal iluminada, sin paredes. Desde la puerta lateral por donde había salido, hasta la barraca, se extendía una fila de camareros, pasándose las fuentes con los restos del festín. Por esas fuentes corría hasta las barracas una corriente de huesos, regojos, restos de ensalada, cabezas de pescado y pellejos.”
Detrás de aquel lugar distinguió una masa de mendigos descalzos, que se “desplazaba, murmuraba y chapoteaba, suspiraba y paladeaba” entre la lluvia y el fango, al ritmo de las bandejas con las sobras arrojadas. “Los fregadores que trabajaban en la barraca les echaban los restos de las fuentes. Miré hacia la multitud que comía los regojos, los huesos y las cabezas de pescado trabajosamente y con aplicación. En esta comida había una atenta y escrupulosa concentración, una biología un poco más violenta y olvidadiza, el hambre saciada en tensión, en éxtasis.”
A momentos, los camareros interrumpían el flujo de las charolas de alimentos procedentes de las mesas del salón principal, lo cual era aprovechado por la multitud instalada a pocos pasos donde predominaba el fasto imperial de metales preciosos y terciopelos, para secar sus caras y componer sus harapos, sucios y enfangados: “Pero la corriente de las fuentes comenzaba a fluir de nuevo porque allá arriba, continuaba también la gran comilona y la masa emprendía de nuevo la bendita y trabajosa faena de comer”.
Lejos estaba de imaginar quien se consideraba asimismo como descendiente del rey Salomón el final de su reinado, derrocado a finales de 1974 por la oficialía de su ejército, a la que seguiría meses después su muerte en opacas circunstancias, donde no se descarta el asesinato. Por años su cuerpo permaneció enterrado bajo una letrina de su propio palacio donde solían escucharse los rugidos de los leones y guepardos que mantenía como mascotas.